A ningún político le parece cómoda la prensa. Todos, en mayor o menor medida, la detestan.
La presencia de la prensa les quita poder y margen de acción. En cualquier momento puede acechar, y la ansiedad puede ser mayor cuando el político sabe que ha hecho cosas lo suficientemente cuestionables como para que lo sepa el público.
Pero la diferencia entre un presidente democrático y un autoritario tiene que ver con la forma con que reacciona a estos embates. Claro que es cuestión de matices. Algunos políticos pueden dejar de anunciar su propaganda gubernamental en los medios que cuestionan al gobierno (algo que hacía mucho el PRI, por poner un ejemplo), otros presionaban a empresarios de medios para que removieran a un periodista incómodo, como ocurrió en el gobierno de Peña Nieto cuando Carmen Aristegui dio a conocer la investigación de la Casa Blanca en MVS, en otros países los encarcelan o hasta los matan.
El problema es que López Obrador ha ido más allá de los excesos de gobiernos anteriores. Desde un principio, él hizo de los ataques a la prensa una forma de hacer política. Él y los suyos argumentaban que no estaban censurando a nadie, que él también tiene derecho a criticar. Pero, ciertamente ello lo hacía desde una postura ventajosa (el púlpito del poder) y a sus ataques iban acompañados de una campaña de desprestigio en redes a través de «influencers orgánicos», activistas y bots. Se trataba de una forma de desprestigiar a la prensa y restarle autoridad moral a su voz sin decir que la están «censurando» de forma coercitiva.
Pero la diferencia entre un presidente democrático y uno autoritario se muestra cuando éste se siente amenazado o acorralado. La reacción deja entrever su talante. Un presidente democrático se va a enfurecer, no me cabe la menor duda, pero ese enfurecimiento no atentará contra la libertad que tienen otros de opinar. Posiblemente los cuestione o hasta haga un berrinche, pero no más.
López Obrador ha recibido varios golpes mediáticos (con fundamentos, cabe decir) que han afectado su imagen y han afectado aquello que lo sostiene en el poder con altos niveles de aprobación y que es, a su vez, su talón de aquiles: su narrativa. Que su gobierno es honesto, que está llevando a cabo una transformación, que ya no habrá corrupción.
Le duele porque la máxima aspiración de López Obrador es convertirse en una suerte de personaje histórico: quiere que le recuerden como a Hidalgo o Juárez, y la narrativa es un activo muy importante para ello. No solo se trata de lo que hace, sino de lo que dice que se hace. La narrativa no solo es un instrumento de poder (que desde luego lo es), sino un mecanismo de autotrascendencia histórica. López Obrador sin narrativa no es nada ni es nadie. Su narrativa es lo que lo diferencia(ba) de los demás políticos, la que le daba ese aura mítico que hace que sea admirado por tantos (o ya no tantos).
Y siempre hay algo peligroso en aquellas personas que llegan al poder esperando pasar a la historia, porque su ambición es muy grande y la amenaza ante dicha ambición puede ser muy violenta: sienten que tienen mucho que perder.
La reacción de López Obrador frente a Loret de Mola quien exhibió una investigación de Mexicanos contra la Corrupción es muestra de esa reacción violenta y autoritaria. Exhibir cuánto dinero gana un periodista (más allá de que esos datos sean verdaderos o no) es una flagrante ilegalidad. Lo que gana una persona en el ámbito privado y de forma legal no es de interés público. Que el gobierno lo revele y exhiba públicamente con fines políticos es un atentado contra los derechos y la privacidad del individuo que es víctima.
Por más que pretendan mostrar a Carlos Loret de Mola como victimario para asumirse como víctimas y desde esa postura acallar a las voces críticas, la realidad es que la asimetría de poder entre el periodista y el poder político es muy grande, sobre todo si hablamos del Presidente que ha ostentado mayor poder desde hace décadas, que tiene mayoría en las cámaras y cuya ambición es aniquilar todos aquellos sectores del Estado que guardan autonomía y que el ejecutivo no puede controlar.
Que se diga que hay intereses detrás de Loret de Mola no es ningún atenuante. Que exista algún interés (aunque ciertamente no han sabido decir exactamente cuáles son) no quita derecho alguno al periodista a expresar su opinión. Que caiga bien o mal tampoco marca diferencia alguna. La libertad de expresión es para todas las personas y no solo para aquellos que el gobierno considere «libres de intereses» (que suelen ser aquellos que están alineados con el gobierno).
La frase «aspirante a dictador» que acuñó el propio Loret podrá parecer exagerado a algunos, pero lo cierto es que lo que AMLO hizo en la mañanera es un desplante más relacionado con los dictadores y el autoritarismo que con la democracia. Lo que hizo es un atentado en contra de la libertad de expresión y contra los derechos elementales de un periodista quien, además, se sentirá preocupado de que esa campaña de linchamiento desde el poder (de la cual también ha sido víctima Carmen Aristegui) pueda convertirse en un riesgo contra su integridad o pueda motivar a alguien a hacerles algún daño.
Y ciertamente, como el propio Loret de Mola comentó, ¿qué va a pasar con los periodistas de menor relevancia? Ciertamente, atacar a Loret puede (y está teniendo) un costo político para el régimen. ¿Qué va a pasar con aquellos periodistas que son menos conocidos? Lo preocupante es que por más amenazado se sienta el régimen, más tentado se verá a atentar contra los derechos de los demás y de formas más violentas.
Claro que tenemos que estar preocupados, la democracia está en peligro, el derecho a la libertad de expresión también (que ya de por sí ha estado siempre amenazada por la delincuencia en sus diversas expresiones). Las pulsiones autoritarias contra instituciones y personas son cada vez más explícitas. La frase de «aspirante a dictador» ya no suena tan descabellada.