Hay algo perverso en el hecho de que un político busque colocarse en los anales de la historia antes de haberla hecho. Algo muy perverso era que un político (ahora Presidente de la República) denominara a su gobierno como la cuarta transformación (minúsculas a propósito).
Muchos no repararon en ese «pequeño detalle», lo pasaron por alto y algunos incluso se dejaron llevar por él. Los juicios históricos deberían hacerse ex post (después de) y no ex ante (antes de) por los mismos agentes que terminarán «haciendo la historia». Cualquier sociedad debería preocuparse por el hecho, porque si un político pretende estar destinado a convertirse en un personaje histórico, será alguien que buscará acaparar y acumular el poder posible con ese fin.
La sutil distinción entre desear pasar a la historia y pretender estar destinado a ello y actuar en consecuencia marca una gran diferencia. No pocos políticos desean ser recordados positivamente por su comunidad (aunque ciertamente muy pocos lo logran) pero saben que no serán ellos mismos los que hagan el juicio sumario de la historia. Quienes se sienten destinados, en un despliegue profundamente narcisista y megalomaníaco, a convertirse en personajes históricos, creen que ellos mismos tienen derecho a hacer el juicio sobre ellos mismos: creen que pueden ser juez y parte.
Si un agente político se considera destinado a pasar a la historia de la forma en que él lo desea, entonces tendrá muchos incentivos para acallar aquello que pueda ir en contra de la narrativa. El político se preocupará tanto por pasar a la historia que olvidará su función como servidor público y que es procurar el bienestar de sus gobernados. Algunas personas, en su ingenuidad, creerán que una cosa implica la otra: que si procuro el bienestar entonces pasaré a la historia o que para pasar a la historia debo procurar el bienestar, pero nada más falso.
Quien cree estar destinado a pasar a la historia no busca maximizar el bienestar de sus gobernados como fin último, lo que pretende es que se le recuerde como líder histórico y para ello echará mano de las narrativas y los símbolos. La construcción de los líderes históricos es subjetiva (o bien, intersubjetiva) y no tiene como base métricas de desempeño que reflejen cuánto logró aumentar el bienestar de sus gobernados sino la construcción de relatos míticos: tal figura hizo esto, tal figura combatió a aquellos o resistió ello y aquello.
Como el político narcisista quiere escribir la historia por sí mismo y como quiere ser el personaje principal (si no es que el único), entonces no puede permitirse que otros la escriban: así, el político no se contempla como parte del Estado, sino como el Estado mismo. Todo aquello que es autónomo o diverso es indeseable porque ello implicaría, cuando menos, compartir créditos con otros agentes que no necesariamente querrán escribir la historia de acuerdo con los designios del político narcisista.
Así, cuando se le habla de pluralidad de ideas, autonomía universitaria, participación ciudadana, el político narcisista hace un gesto de desaprobación. Todo aquél que se interponga en su ambición se convierte en enemigo de las andanzas históricas, en el otro, en el villano. Porque si algo necesita el político narcisista para ungirse como líder histórico es crearse villanos. Haciendo referencia a Umberto Eco, el líder histórico necesita de un enemigo para reforzarse a sí mismo.
Para que ese ímpetu mítico e histórico cobre legitimidad hay que hacer sentir al «pueblo» partícipe, pero de una forma que no tenga voz ni créditos en la historia: algo así como el escenario sobre el cual el actor principal actúa. El escenario ahí está, aparece en el relato y es mencionado en las páginas del libro, pero no hace nada, solo da contexto a nuestro personaje. Así, nuestro narcisista-actor es auto-ungido como la voz y representante del pueblo (homogéneo) como aquel ser mítico que defiende algún bosque del enemigo (pero ni el bosque ni el lago hacen nada nunca): al bosque hay que defenderlo y cuidarlo del enemigo externo, pero también hay que servirse de él, hay que prender una fogata o construir el armamento con los recursos que el bosque le da.
Pero la gente no repara en ello (en especial aquella que niega su propia autonomía): cree que esa andanza es noble, que aquel que quiere pasar a la historia es un gran transformador, un héroe mítico que rescatará al pueblo pasivo e inválido. Pero el héroe mítico no quiere rescatar a nadie, solo quiere ser un héroe mítico y que los demás se la crean.
Lo demás es, o accesorio de esta pulsión narcisista o ya de plano irrelevante.