Que los líderes políticos relevantes (o aspirantes a serlo) sean Quico, Ricardo Salinas Pliego, Gilberto Lozano o Samuel García, debería ser algo preocupante.
Se supone que en una democracia el votante elige al candidato que quiere que lo represente. En teoría, el votante tomará una decisión racional al elegir a aquel candidato que considere está mejor preparado para tomar decisiones en su nombre.
La politóloga Hannah Pitkin decía que para que un candidato represente de forma efectiva a los ciudadanos no puede estar en ninguno de los siguientes dos extremos:
- No puede ser alguien que confíe en sus conocimientos y preparación de tal forma que deje de escuchar a sus representados y le sean irrelevantes.
- No puede ser alguien que sea igual de falible que el ciudadano promedio, de tal forma que no sea alguien que sobresalga o tenga atributos especiales para llevar a cabo su tarea como representante.
Según Pitkin, lo ideal sería un punto intermedio: que los políticos tengan una preparación tal que el ciudadano no tiene, pero que, a la vez, escuche las necesidades de sus representados y trabaje en su beneficio.
Las figuras que mencioné al principio se parecen al segundo extremo: son personas que no se distinguen mucho del ciudadano promedio, o si lo hacen (digamos, Salinas Pliego) no lo hacen necesariamente en materia de preparación política. Pueden ser buenos en algo pero no necesariamente presumen credenciales para gobernar y no sobresalen del individuo promedio.
Estas figuras coinciden en que sus seguidores no buscan de ellos capacidad para gobernar, sino que son atraídos por la frivolidad del mensaje o personaje. ¿Por qué tendría que creer que Quico va a ser un buen gobierno? ¿Qué razones me ha presentado el comediante (ahora precandidato)? Responder esa pregunta no importa, lo que importa es que Quico me marcó mi infancia y me gustaría que aquél que se burlaba de Don Ramón sea mi representante.
Los efectos de elegir a este tipo de representantes ya los conocemos, los estamos viendo en nuestro país vecino del norte, pero también lo vemos en Morelos, el estado que gobierna Cuauhtémoc Blanco.
Mucho se ha debatido sobre la capacidad que el elector tiene para hacer una buena elección en las urnas. Se ha insistido en que la falta de conocimiento, el fanatismo ideológico (aquellos a los que Jason Brennan llama hooligans) o la mera irracionalidad hacen que muchos ciudadanos tomen decisiones equivocadas en las urnas. Pero aquí el problema es más grave, porque lo que muestra el surgimiento de estos líderes cuestionables ya no es una elección deficiente a la hora de ponderar qué candidato puede representar mejor y de mejor forma al individuo, sino la total renuncia a este ejercicio: no elijo a Quico o a Cuauhtémoc Blanco porque, a mi juicio, es el que mejor puede gobernar: lo elijo porque es mi futbolista favorito o el comediante que me gustaba en mi infancia.
Así, el ejercicio del voto se termina pervirtiendo y se convierte en un mero show mediático más bien parecido a un concurso tipo Big Brother VIP que a un ejercicio democrático. A diferencia de Big Brother podemos saber algo de antemano: todos perdemos.
Y el problema es que, aún cuando nos hemos percatado de los magros resultados de este tipo de personajes en el gobierno, la gente no solo deja de votar por ellos, sino que son más los que surgen y se apuntan, porque saben que tienen posibilidades de ganar. Tienen todos los defectos de los políticos de carrera: se pueden corromper de igual forma y mienten igual, pero no tienen las virtudes que un político de carrera sí tiene y que se suelen dar por sentadas frente a las críticas que hacemos de ellos.
¡Ya no se junten con esa chusma!