Tenemos que hablar de consumismo y desigualdad

May 11, 2020

La desigualdad es inevitable, pero es inevitable hablar de desigualdad. ¿Cómo es que la economía de consumo puede ayudar a fortalecer esa narrativa y qué se puede hacer?

Tenemos que hablar de consumismo y desigualdad

Objetivamente, en un mundo donde la economía de mercado es preponderante, hemos visto cómo la pobreza extrema se ha reducido y cómo muchos indicadores, a pesar de todo lo que se dice, han mejorado a nivel global.

Luego uno se pregunta ¿por qué es que la economía de mercado, que ha traído tanta riqueza en los últimos dos siglos, tiene muchos detractores?

Me parece que ello tiene que ver con el fenómeno de la desigualdad, pero no solo con el fenómeno de la desigualdad en sí, sino con la forma en que las economías de mercado, por su naturaleza, ayudan a fortalecer esta narrativa.

A que no puedes comer solo una

Hay que comenzar diciendo que las economías de mercado tienen como base el consumo. Ya que se trata del libre intercambio de bienes y servicios, lo cual a su vez estimula la competencia, crear una sociedad que consuma lo más posible se vuelve un escenario óptimo para que los agentes maximicen sus ingresos: una persona que quiera consumir tiene que generar riqueza, y dicha riqueza tiene como fin último (directo o indirecto) el consumo de productos o servicios, así todos están motivados a producir. El sistema se retroalimenta a sí mismo y en parte ello explica su éxito sobre otros sistemas económicos.

La cuarentena ha dejado en claro esta necesidad implícita en el sistema económico: hemos dejado de consumir y ese hecho nos está metiendo en una crisis económica que ha frustrado a muchos.

Pero las dinámicas del sistema no solo explican los fenómenos económicos propios de éste, también explica los fenómenos sociales. Parte del ethos social termina orientándose al consumo y, de la misma forma, lo hace la misma escala de valores y aspiraciones del individuo. Muchas de las expectativas del individuo están fuertemente afectadas por la dinámica de consumo. ¿Qué carro voy a comprar? ¿Qué seguro voy a adquirir? ¿Qué ropa voy a vestir para verme ad hoc con los círculos sociales a los que quiero pertenecer? ¿Con qué productos puedo tener un mayor status social? ¿Cómo me voy a sentir si no logro el nivel de vida que mis padres me dieron?

La valía del individuo también se ve, en mayor o menor medida, afectada por la capacidad de consumo, la riqueza y el acaparamiento de bienes. Aquél que triunfa económicamente es más respetado que quien no lo hace. Ya no solo es que consuma, sino que, a partir de la acumulación de bienes y del éxito profesional, el individuo se autorrealiza, se convierte en alguien.

Escalar en la pirámide social está estrechamente ligada con la capacidad económica del individuo. Básicamente, si el individuo quiere autorrealizarse y quiere sentirse aceptado en sociedad, difícilmente podrá desligarse de la dinámica de consumo.

Ello explica por qué los cárteles pueden engrosar fácilmente sus filas de jóvenes quienes prefieren vivir en riesgo a cambio de que su estatus social (determinado por lo económico) aumente, el componente aspiracional queda bien ejemplificado aquí.

La dinámica de consumo y las expectativas que ésta misma genera se convierten en un artilugio poderoso del que nadie escapa, ni siquiera muchos de sus detractores tienen la voluntad de separarse de ella.

Incluso voy más allá: el individuo necesita consumir para poder ascender de clase social (consume educación, cursos e incluso vestimenta para ir a una entrevista y para poder aspirar a tener un mejor ingreso o mejor educación) a la vez que produce riqueza (material o intelectual) que, como dije, tiene como fin último que sea consumida por alguien más. Es decir, el individuo consume y produce riqueza para que otros consuman con el fin de que él pueda consumir más.

Todos somos desiguales, pero unos somos más desiguales que otros

Y entonces, como las necesidades más íntimas del individuo se ligan con el consumo, la desigualdad puede volverse un problema. No solo se trata de tener mis necesidades básicas como comida o un techo satisfechas, se trata de cómo estoy yo en relación con los demás y el entorno y qué dice eso de mí. Si los demás han triunfado y yo no, entonce creeré que soy una persona de poca valía. Si, en cambio, yo triunfo y me va mejor que a los demás, voy a sentirme satisfecho conmigo mismo.

Muchos de los jóvenes que entraron a las filas del narco no vivían necesariamente en una pobreza severa, pero basta con saber que pueden tener carros o mujeres (como objetos de consumo) sin necesidad de tanto esfuerzo: no solo querían consumir, querían ser alguien y, a través de esos objetos de consumo, mostrar su status.

Así, la riqueza o la pobreza se vuelve un problema de relaciones, es decir, aunque se le pueda medir en números absolutos, en el día a día el individuo percibe su capacidad económica como relativa hacia alguien más. Una persona de clase media alta puede indignarse o sentir envidia con todo el dinero que acumulan los más ricos pero no repara que se encuentra dentro del 10% más privilegiado del país y puede aún así sentir que su situación actual no es suficiente y tal vez hasta injusta.

Y evidentemente cuando la desigualdad no es producto del mérito sino de problemas estructurales la frustración es mayor. ¿Por qué yo, que me maté tanto estudiando y trabajando, solo he podido aspirar a un salario mediocre mientras que mi vecino, que tiene influencias y conexiones y que no es muy brillante o dedicado, tiene una «vida más plena»? Si yo no puedo tener movilidad social a pesar de mi esfuerzo entonces el problema será culpa de alguien más: «el gobierno, los poderosos, los grandes empresarios y un largo etc».

Entonces, debido a que 1) las economías del mercado crean sociedades basadas en el consumo y 2) que la percepción individual de la riqueza o la pobreza es relacional, ocurre que el discurso sobre la desigualdad siempre estará ahí, latente o manifiesta. No es tan simple como convencer a todos que se trata del crecimiento y que hay menos pobres, basta con tener gente que se frustre en su día a día porque gana menos que otros y no puede cumplir sus expectativas (así como la que la sociedad ejerce) porque los otros tienen más y les va mejor para que adopten ese discurso. Por ello incluso en países prósperos como Chile existen manifestaciones de descontento, con todo y que el PIB ha crecido mucho e incluso que la misma desigualdad se ha reducido un poco (basta con que siga siendo alta y que el estudiante vea que no pueda satisfacer sus expectativas porque no le alcanza mientras que otros sí pueden).

Es ingenuo pensar que va a desaparecer ese discurso, que basta con que la gente «aprenda economía» porque las pulsiones ahí seguirán en tanto exista una economía orientada al consumo y una sociedad relativamente desigual.

Pero, paradójicamente, es ingenuo pensar que será posible (e incluso conveniente) acabar con la desigualdad. En realidad una sociedad solo puede aspirar a mantenerla en niveles razonables ya que la cultura de la hipercompetencia tiene como fundamento el «desigualarse de los demás»: el «yo quiero que mi empresa sea líder del ramo», «yo quiero triunfar y mostrarme de qué estoy hecho».

Y de aquí surge una paradoja, ya que en muchos casos, los clamores en contra de la desigualdad se fundamentan en la necesidad del individuo de desigualarse: «yo quiero condiciones iguales para todos para que con mi esfuerzo pueda sobresalir»; pero si se le pone atención, esto no es tan contradictorio como parece, porque tenemos que hacer una distinción entre las distintas desigualdades.

Las desigualdades

Si admitimos que la desigualdad nunca podrá erradicarse por completo ya que ello implicaría atentar contra la libertad de las personas y si admitimos que no podemos hablar de una desigualdad sino de varias, entonces no todas dichas desigualdades tendrían por qué ser malas. Si yo decido sacrificar tiempo para ganar dinero mientras que el vecino prefiere ganar un poco menos para tener tiempo libre se crea una desigualdad de ingresos entre ambos, y sin embargo ello no es malo. Tampoco deberían ser vistas como malas aquellas que tienen relación con el mérito y el esfuerzo. Si la desigualdad fuera meramente meritocrática, basta con que quien se sienta poco satisfecho con su situación decida esforzarse más: «mi vecino es más rico porque se ha esforzado más y ello me frustra, entonces si me siento poco satisfecho trataré de emularlo».

Pero, por lo general, cuando se habla de desigualdad no se piensa tanto en el mérito ni en las decisiones voluntarias sino en una condición que se asume o interpreta como injusta ya que una persona que emplea el mismo esfuerzo o talento que otra no llega al mismo destino por diversos factores que van desde aquellos cuya condición de injusticia puede ser cuestionable o debatible como haber nacido en tal o cual familia (por ejemplo, que los padres de un individuo se hayan esforzado más que los otros), las habilidades o talentos que una persona pueda tener e incluso el factor suerte (haber estado en el momento y lugar correcto) hasta otros donde dicha condición es más clara y que tienen que ver con ventajas o desventajas que rompen con cualquier sentido de equidad como tener preferencias ante la ley, obtener beneficios por tener una relación cercana con el gobierno, no tener oportunidades mínimas (como educación o alimentación) o incluso la discriminación por raza, clase o sexismo.

Dicho esto, parece que aquello que genera resentimiento y escozor no necesariamente es la desigualdad en sí, sino un sentimiento de inequidad que se expresa de forma distinta en las distintas desigualdades. También es posible percatarse, en algunos casos, un sentimiento de pérdida o de «quedarse abajo» que pueden reflejarse en las desigualdades meritocráticas o que pueden combinarse en conjunto con desigualdades estructurales.

La desigualdad mató al gato

La izquierda (en especial la de América Latina), que es la que suele enarbolar este discurso, también suele errar mucho en los diagnósticos y cree que basta con conceptualizar la desigualdad como solo una cosa, o bien, cree que es necesario crear un discurso de conflicto de clases que solo puede subsanarse mediante una igualdad casi absoluta (ya hemos visto en qué han terminado esos experimentos). Pero reducir la desigualdad no es tan sencillo como parece porque, al hablar de una desigualdad, solamente está «atacando» la desigualdad como efecto sin atender las causas. También se erra cuando subestima el crecimiento económico en aras de atender la desigualdad (como ha ocurrido en algunos países de Sudamérica), todo porque en el tránsito eliminan los incentivos para crear riqueza.

Cuando se habla de combatir la desigualdad, la solución más inmediata es esperar que un agente (casi siempre el gobierno) se encargue de esa tarea. El gobierno es el agente que estaría por fuera (aunque no completamente) de la dinámica de consumo y puede intervenir en ella. El problema es que su intervención en muchas ocasiones resulta contraproducente, sobre todo si se le otorga poder excesivo o facultades excesivas para llevar a cabo esa tarea. Basta ver a todos los regímenes socialistas donde la condición de desigualdad no se elimina, sino que se transfiere de una condición de desigualdad entre gobernados a otra entre gobernantes y gobernados donde los gobernantes son también la élite económica y los gobernados tienen que conformarse con una vida apenas un poco por encima de la pobreza y de la cual no pueden escapar.

También suele ser contraproducente cuando, como suele ocurrir, se asume erróneamente que la economía de mercado es un juego de suma cero donde para que uno gane otro tiene que perder. Se ignora de forma franca el valor que la dinámica de mercado genera y así poco hacen para reducir la desigualdad y sí mucho para frenar el crecimiento económico.

Pero, a pesar de los errores cometidos una y otra vez en aras de combatir el problema de la desigualdad, el discurso que habla de la necesidad de combatirlo sigue ahí y difícilmente cesará, alimentado y fomentado por el capitalismo mismo que convierte al entorno en una dinámica de consumo.

¿Qué hacer?

Evidente es que una condición a priori y necesaria para procurar una sociedad equitativa es la construcción de un entramado institucional sólido y justo, donde nadie tenga preferencia ante la ley. Otra necesidad es garantizar un piso mínimo, mediante el cual todos los individuos reciban una educación y servicios de salud suficientemente dignos de tal forma que tengan herramientas para salir adelante y salir de la trampa de la pobreza. Parte de la desigualdad que acaece en los países de América Latina se explica porque estas dos condiciones han fallado, producto en gran medida por Estados débiles.

Pero habría que replantearse otras cosas que tal vez no han sido puestas sobre la mesa. Si la dinámica del mercado y esta necesidad de ligar nuestra existencia al consumo y la posición acrecientan el resentimiento y la frustración generada por la desigualdad, ¿podría tratar de procurar una cultura donde la existencia del individuo esté menos determinado por el consumo y la acaparación de bienes?

Sería un absurdo combatir la desigualdad meritocrática (aquella producto del mérito, talento, o decisión propia) ya que ello implica necesariamente la restricción de libertades. Pero si la ambición y las expectativas económicas incumplidas nos genera frustración (en un sentido schopenhaueriano) ¿no podríamos buscar alternativas para la autotrascendencia y que vayan más de acuerdo a nuestras capacidades? Se me vienen a la cabeza aquellas relacionadas con el intelecto, la espiritualidad (religiosa o no religiosa), o tal vez hasta cultivar cierto estoicismo de tal forma que un individuo pueda encontrar la felicidad sin depender de las aspiraciones de consumo.

En los países que presumen un mejor nivel de vida, esta cultura del consumo, si bien todavía imperante, ha sido relativamente atenuada. Pareciera ser que, una vez alcanzado cierto nivel de desarrollo y nivel de vida, la ambición por el dinero y los bienes pareciera ya no ser tan importante y el individuo preferirá orientar sus deseos de autorrealización a otros ámbitos. Sin embargo, me parece muy complicado que un escenario así pueda establecerse en países en desarrollo donde el deseo (muchas veces frustrado) es crecer y acabar con la pobreza.

Conclusión

Dicho todo esto, creo que nos veremos en la necesidad de tratar de analizar las desigualdades (y no la desigualdad como una sola) desde varias perspectivas. Tendremos que separar aquello que es del mérito y la voluntad de aquello que es injusto o que restringe la libertad del individuo para salir adelante por voluntad propia al prohibirle adquirir las habilidades necesarias (libertad positiva).

Tendremos que aceptar que la desigualdad es una condición inherente a la especie humana, que al componerse de individuos heterogéneos, ello se traducirá en riqueza e ingresos heterogéneos. Lo que sí podemos es crear sociedades donde exista una condición de equidad garantizada por las leyes y su buena ejecución y donde haya un piso mínimo (que tiene que ver con educación de calidad, salud y demás servicios otorgados por un sistema de seguridad social) para que los individuos puedan desarrollar sus proyectos de vida. Evidentemente, bastaría cumplir con estas condiciones para que en los países latinoamericanos veamos reducidos los niveles de desigualdad de forma considerable.