El discurso de la corrupción ha sido uno de los grandes pilares de este gobierno. La corrupción, decían, se acabaría en tan solo seis años, ya no habría.
En esa declaratoria muchos vimos algo sumamente iluso, incluso suponiendo que la cabeza fuera completamente impoluta.
Y es iluso porque la corrupción implica una simbiosis entre lo cultural o lo institucional. Si las instituciones son corruptas la cultura lo va a ser, y si la cultura de una sociedad favorece la corrupción, las instituciones serán corruptas en consecuencia.
Para acabar con la corrupción entonces habría que atacar las dos variables: lo cultural y lo institucional. Habría que desactivar los incentivos institucionales y culturales que promueven la corrupción para poder exterminarla, lo cual es una tarea bastante complicada y que llevaría mucho tiempo.
López Obrador siempre nos ha dicho que va a barrer las escaleras de arriba a abajo. Con esa analogía hace hincapié en que si el Presidente no es corrupto, todos los de abajo no lo serán. Ello es completamente iluso y muchos insistimos en ello: la simple voluntad de un presidente no puede cambiar la voluntad de absolutamente todos los integrantes de un gobierno y ya no digamos de la sociedad, ni siquiera un régimen totalitario y draconiano podría acabar con la corrupción en un tronar de dedos.
El combate a la corrupción no solo es cuestión de mera voluntad (naturalmente es necesaria) sino del diseño de estructuras y mecanismos que la desincentiven haciéndola menos costeable, lo cual requiere mucho más pericia, tiempo y esfuerzo que un mero acto de voluntarismo.
Muchas de las medidas que AMLO ha tomado con ese fin ni siquiera ayudan a combatir el problema en lo más mínimo. La reducción de sueldos a servidores públicos podrá justificarse de varias formas pero ello no logrará, en lo más mínimo, acabar con la corrupción; incluso podría llegar a promoverla ya que si un funcionario considera que su sueldo es insuficiente, entonces podría tener más incentivos para corromperse si tiene la oportunidad de hacerlo.
El caso de Manuel Bartlett y los ventiladores ejemplifica muy bien lo falaz que es la tesis de López Obrador porque ni siquiera se sostiene la premisa voluntarista. No se trató siquiera de un funcionario menor, sino de un alto funcionario cercano al Presidente que dirige una paraestatal (la CFE) que estuvo involucrado en un acto de corrupción.
Asumiendo que AMLO quiere «barrer las escaleras de arriba a abajo», ¿se le removió a Bartlett de su cargo, lo que al menos habría que esperar de un gobierno tan comprometido con el combate a la corrupción? La respuesta es negativa.
El problema es que, mientras AMLO pregona moral, su gobierno crea algunos incentivos perversos que pueden crear lo opuesto a lo que el Presidente dice buscar. Por un lado López Obrador dice querer separar al poder político del económico, pero luego también mantiene una relación estrecha con empresarios rentistas como Ricardo Salinas Pliego así como con parte de la tradicional cúpula empresarial (véase los Slim, los Larrea) a los cuales cita a Palacio Nacional mientras desprecia a todos los demás.
Lo que López Obrador y sus seguidores ignoran con el maluso del término «neoliberalismo» es que todos esos mecanismos de corrupción que derivaron en el inusitado enriquecimiento de algunos empresarios no se establecieron en la «era neoliberal», sino desde mucho tiempo antes. La «era neoliberal» solo conjugó a esos mecanismos de corrupción ya existentes con la liberalización económica que, por consecuencia, fue muy atropellada y derivó en algunos monopolios privados y en una acumulación de riqueza sin precedentes en manos de unos pocos y no por producto de la innovación o el talento. Algunos de esos beneficiados son ahora «capitalistas cuates de AMLO».
No parece que AMLO esté rompiendo ese círculo vicioso porque no parece querer separar al poder político del económico, sino que más bien espera docilidad del empresariado: «a aquel que se porte bien y se cuadre le irá bien».
Por eso es que el discurso de la corrupción no trasciende del discurso mismo: queda en mera retórica y promesa vacía. El gobierno hace creer que se está haciendo algo, dice estar bajando sueldos que consideraba muy onerosos o dice haber combatido el huachicoleo, combate que, por su pésima implementación, parece haber generado más costos que beneficios a una paraestatal como Pemex que se encuentra en sus peores momentos.
La lógica bajo la que opera AMLO no es muy distinta a la de aquellos gobiernos priístas, su promesa no es muy distinta a la renovación moral de Miguel de la Madrid. Parecen haber cambiado las formas pero el fondo se mantiene: ahí siguen los contratos sin licitación, los empresarios que se enriquecen por su contubernio con el gobierno (Salinas Pliego de nuevo), e incluso hay un severo desprecio del propio López Obrador hacia la participación activa de la ciudadanía en este tema: el pueblo que dice representar tiene «reservas morales» (que bien quedaron patentes en el penoso caso del hospital Las Américas de Ecatepec) por lo que ya no es necesario más, todos los demás son «fifís» que tienen intereses y que, dice, quieren preservar el estado de cosas anterior.
Bajo este esquema difícilmente veremos cambios y tendremos que conformarnos con un discurso convertido en un superfluo maquillaje que contradirá al discurso mismo.
Al final, más que un combate frontal hacia la corrupción, hay un combate meramente ideológico que tiene como fondo en una definición personalísima que AMLO hace del término «neoliberalismo». Todo lo «neoliberal» es corrupto, lo que está fuera de éste no.