El miércoles tuve que salir de mi casa al hospital por una prueba médica. Éste se encuentra a tres cuadras por lo que me fui caminando, al cabo habría poca gente en las calles, pensé.
Desde que puse el primer pie fuera de mi casa me percaté de algo: sí había gente.
Es cierto que había menos gente de lo normal, pero tampoco es como para decir que las calles estaban vacías. Decían los «expertos» en mi ciudad que para contener la pandemia era necesario que el 70% se quedaran en sus casas, pero cuando mucho podría decir que había sólo 50% menos gente, si no es que menos.
Es cierto que tendría que obviar a la gente que no puede dejar de salir a trabajar porque tienen que comer (y hacia quienes no se puede esgrimir críticas), pero en ese caso tendría que haber visto muy pocos autos y sí más gente en el transporte público, lo cual no fue el caso. Si digo que se redujo menos del 50% de gente en las calles, ello se vio reflejado en igual proporción en los automóviles como en los transeúntes que toman el transporte público. Ello quiere decir que personas con lujo de sobra salieron a la calle y personas con una realidad un poco más «ajustada» hicieron el sacrificio de quedarse en su casa.
En la calle había muchos coches de lujo circulando, de gente de la cual uno esperaría que solo salga para lo estrictamente necesario. Pero eran los suficientes coches para darse cuenta que la mayoría no salían para ello sino para cosas que podrían evitar hacer.
Luego crucé el camellón que tiene una pista para correr. Había alguna que otra persona trotando. Y me dije, está bien, mientras tomen sus precauciones y mantengan distancia entre ellos no hay mucho riesgo (la posibilidad de contagio es mínima con tres personas en una pista de un kilómetro) y les ayuda para el bienestar emocional, si no tuviera la bicicleta estática que me permite hacer ejercicio en mi casa posiblemente lo haría (tomando las evidentes precauciones). Varios países europeos en cuarentena lo permiten porque, a la larga, ello permite que la gente no se desespere tanto y tengan su sistema inmunológico en mejores condiciones.
Pero solo bastó cruzar la avenida para ver a un grupo de jóvenes (de clase media alta) platicar afuera de un automóvil, eran unos ocho. Estaban relajados, se reían, bromeaban como si nada. Eran de esos jóvenes que evidentemente tienen la capacidad económica para quedarse en casa.
Seguí caminando y pasé por edificios donde había empresas que, por su naturaleza, podrían hacer home office pero que tenían ahí a sus empleados trabajando como si nada. Desde la ventana de afuera ni siquiera se veía nada anormal (que por ejemplo, hubiera más distanciamiento entre los empleados).
Luego llegué al hospital donde el vigilante me tomó la temperatura y me dio gel antibacterial. Hasta ese momento volví a recordar que estamos en una situación de emergencia sanitaria, no sentí la calle muy extraña, tan solo parecía ser día feriado cuando mucho y nada más.
¿Por qué hay mucha gente a la que no le importa lo que está pasando? ¿Por qué hay mucha gente que antepone aferrarse a su vida cotidiana que evitar que mucha gente, sobre todo aquella vulnerable ante el COVID-19 muera? ¿Por qué hay gente que sigue yendo al gimnasio? ¿Por qué hay gente que cree que no hay problema con platicar con ocho amigos en la calle?
Y si bien hay gente que sí está actuando de forma muy responsable y solidaria, hay otra que no lo está haciendo, la suficiente cantidad para que se conviertan en un problema. Lo peor es que ello va a afectar a muchas personas, se va a traducir un mayor número de muertes.
Al final, todas aquellas personas tendrán alguna responsabilidad moral por aquellas muertes que pudieron evitarse.