Hace unos días algunas personas discreparon conmigo porque yo dije que Agustín Laje y Nicolás Márquez deberían poder dar sus conferencias, por más aberrantes nos fueran sus argumentos. Yo mantuve mi postura, porque, a pesar de que comprendo su sentir, también creo que como sociedad y seres humanos tenemos que aprender a debatir y aprender a confrontarnos con quienes piensan distinto a nosotros.
No son buenos tiempos para la cultura del debate, lo sé. En un entorno cada vez más polarizado y que es producto, a la vez, de la falta de nuestra capacidad de debatir, se crea una suerte de círculo vicioso donde cada vez ambas partes están menos dispuestas a hacerlo. Tanto una como la otra parte prefieren restringir y callar mientras se recluyen en una cámara de eco donde solo escuchan lo que quieren escuchar.
En aras de no sentirse agredidas o no sentirse confrontadas, cada vez más personas (ya sean progresistas o conservadores) rehuyen al ejercicio del debate. Es cierto, escuchar al contrario en mucho casos puede generar estrés, sobre todo cuando su opinión confronte la nuestra y, peor aún, cuando ésta pueda hacernos sentir incómodos y tal vez agraviados. Pero esto a la larga termina afectándonos más como sociedad y privándonos de un ejercicio que nos podría ayudar a madurar individualmente y a cultivarnos más.
La civilización es el triunfo de la persuasión sobre la fuerza.
Platón
Debatir también implica un mejor manejo de las emociones, además que su práctica lo promueve y desarrolla. Una persona con una mayor inteligencia emocional tendrá siempre una mayor capacidad para debatir y rebatir aquello que es contrario a su opinión e incluso lo agravia. El arte del debate es una gran herramienta que nos puede ayudar a madurar como seres humanos.
La República de Platón, libro que leí ya hace más de 10 años, es un libro que me gustó mucho porque es un gran ejemplo de los beneficios que puede traer una buena discusión. Me atrajo sobre todo por la forma en que Sócrates y otros personajes interactúan dialogando y discutiendo para así llegar a conclusiones. Puede que tomar como referencia los diálogos en la obra de Platón o el mismo método socrático (que pervive hasta nuestros días como método pedagógico) pueda sonarle superfluo a algunos, pero son un gran ejemplo de la utilidad que un debate tiene dentro de la construcción de sociedad.
¿Por qué insistir en el debate? Es muy simple y los ejemplos anteriores son un gran ejemplo de ello. Cuando uno se involucra en un debate, se ve obligado a preparar los argumentos más sólidos posibles: básicamente se involucra en un proceso de aprendizaje y adquisición de conocimiento del cual se hubiera privado si se hubiese mostrado reacio a debatir.
Mucha gente tiene miedo a debatir porque tiene miedo a que sus ideas o sus juicios sean confrontados y puestos en duda. Y ello se puede entender porque el cúmulo de nuestros juicios son lo que le dan significado a nuestra vida y sirven como soporte psicológico. Muchos sienten que, al debatir sus ideas, podrían poner todo ese castillo que los mantiene en equilibrio en riesgo. Pero, al mismo tiempo, quien decide no debatir se va a encontrar con que la construcción de sus juicios es sumamente endeble y que éstos pueden ser desmantelados fácilmente por la primera persona que se les ponga enfrente, aunque los juicios apunten hacia el camino correcto. Por más paradójico que suene, el ejercicio del debate es la mejor forma de fortalecer las argumentaciones y juicios, y de darles un fondo que, a su vez, sean más útiles para persuadir a los demás, ya que un argumento bien construido suele ser más creíble. En una cultura del debate se crea un círculo virtuoso donde la discusión sube de nivel, donde los lugares comunes y los insultos comienzan a dejarse de lado para utilizar la argumentación como arma.
Más de una persona me preguntó cómo es que tuve el atrevimiento de leer el «Libro Negro de la Nueva Izquierda» de Agustín Laje y Nicolás Márquez, un libro que ciertamente en el que las falacias y prejuicios son algo relativamente común. Lo cómodo para mí habría sido no abrirlo por miedo a confrontar mis ideas con lo que estos politólogos (si es que merecen ser llamados así) exponen, pero gracias a que lo hice (claro, no sin tener ganas de estrellar mi Kindle contra el piso más de una vez al ver cómo Nicolás Márquez llamaba sodomitas o amariconados a los homosexuales) es que pude hacer una severa crítica de este libro.
Después de leerlo lo primero que me pregunté es por qué no son muchos los que han decidido confrontar directamente las ideas de estos personajes; ya que, a mi parecer, son lo suficientemente endebles para ponerlos en un serio predicamento. Veo que hay muchas campañas para evitar que Laje y Márquez expongan sus ideas, han logrado que no asistan a alguna universidad, pero en realidad son ellos quienes llevan la batuta. Como mencioné anteriormente, saben muy bien cómo provocar, saben cómo victimizarse y hablan sobre defender la libertad de expresión de los ataques de lo que llaman «lobby gay». Con esto, logran construir teorías de la conspiración para advertirnos del marxismo cultural que quiere imponer la ideología de género y se han vuelto más populares.
La discusión fortalece la agudeza.
Cicerón
Basta ver los videos de estos dos personajes en Youtube para ver cómo es que le sacan partido a esto y como lucran con lo que supuestamente son victorias de quienes evitaron que hablaran en su universidad. A diferencia de lo que ellos dicen, no son personajes tan abocados al debate y al intercambio de ideas. De hecho, a juzgar por sus videos, solo debaten con activistas cuyo nivel intelectual y/o académico no es lo suficientemente alto como para ponerlos en predicamento, y les colocan títulos como «Nicolás Márquez destruyó a ideóloga de género». Saben como ser propagandistas y sus opositores caen en su juego.
Y todo esto ha ocurrido porque nadie los ha confrontado seriamente, porque nadie se ha parado a exhibir lo débiles y absurdos que son muchos de sus argumentos. Como nadie lo ha hecho, Laje y Márquez no se han tenido que enfrentar a este dilema, porque no es tanto que sus argumentos sean débiles, varios de ellos son más bien tramposos (algunos los explico en mi reseña). Mucha gente no se ha dado cuenta de ello, ni siquiera sus oponentes que los acusan de promover un discurso de odio sin siquiera analizarlo, deconstruirlo y confrontarlo para exhibir dicho discurso en su justa dimensión. Así, esto se vuelve en un pleito de dimes y diretes llenos de lugares comunes, de clichés, de frases repetitivas y de provocaciones donde terminan ganando Laje y Márquez ya que ellos tienen el control emocional del conflicto: no son ellos los que se sienten agraviados, ni siquiera cuando se victimizan, porque eso lo hacen para obtener un beneficio. Son ellos los que se encuentran en un lugar desde donde pueden etiquetar y señalar a su rival.
Seguramente esta condición no sería la misma si ellos fueran cuestionados a nivel argumentativo. Cuando tus argumentos son puestos en tela de juicio, entonces ya no hay espacio para construir teorías, porque las bases a partir de las cuales las puedes construir, se han puesto en predicamento. Si tus bases, como ocurre actualmente, no son lo suficientemente cuestionadas, por más endebles que sean, seguirán siendo útiles para tener el control de la construcción de narrativas o historias que apelen a las emociones.
La democracia es conflicto y da por sentada la existencia de discrepancias entre distintos sectores sociales. Derechos como la libertad de expresión, la libertad de prensa entre otros tienen el objetivo de otorgarle a los ciudadanos una arena donde puedan dirimir sus conflictos (entre ellos o con quienes están en el poder). El debate es una poderosa herramienta para llevar a la arena, pero es tan poderosa que no solo el ganador termina ganando mucho más que en otro escenario, sino que el propio perdedor se beneficiará más a diferencia de un conflicto donde el debate está ausente, ya que podrá percatarse de las falencias de sus argumentaciones, o podrá darse cuenta que algunas ideas que defendía no eran lo suficientemente viables y así poder ir construyendo un orden de ideas más sólidas que le puedan servir de mejor manera.
Callar al oponente suena tentador, todavía lo es más cuando eso que nos dicen nos indigna. Pero en un mundo tan interconectado como el nuestro, en muchos de los casos ello termina siendo muy contraproducente; no solo porque dicho oponente no tendrá incentivos para reflexionar sobre su postura, sino porque fácilmente se las ingeniará para seguir propagando sus ideas. A la vez, quien pide que el otro no hable, no tendrá la oportunidad siquiera de leer o investigar para fortalecer de mejor manera sus argumentaciones. Porque creeme, a lo que más le tendrían miedo gente como Laje y Márquez es a que alguien se atreva, con argumentos muy sólidos, a desmenuzar y cuestionar todo su discurso.