A mí siempre me han molestado los boicots: no por su esencia sino por su forma, no porque esté en contra de la libertad de expresión (que en muchos casos es una forma de expresarse y ejercer presión) sino porque en la gran mayoría de los casos están muy mal planeados o dirigidos.
Los típicos boicots con los que me topé desde mi adolescencia son aquellos que buscaban «castigar» a los Estados Unidos. Si el gobierno decidía deportar mexicanos había que abstenerse de tomar Coca Cola y consumir productos gringos durante un día.
Eran absurdos en principio porque ni Coca Cola ni las empresas gringas tenían algo que ver con las decisiones del gobierno. También lo son por el escaso impacto que tendrían con las finanzas de esas corporaciones que, como acabo de decir, nada tienen que ver con las decisiones del gobierno el cual ni se enterará de lo ocurrido.
Ese tipo de boicots absurdos siguen existiendo: uno clásico fue cuando algunos quisieron boicotear a Starbucks para «joder a Trump» siendo que la filosofía de la empresa de Seattle es casi diametralmente opuesta al ideario de Trump. Si el mandatario estadounidense se hubiese llegado a enterar (cosa que seguramente no ocurrió) hasta le hubiera dado gusto que «castigaran» a una de esas empresas liberales que tanto lo odian.
Luego vino el boicot del gasolinazo. Muchos sugirieron dejar de cargar gasolina durante un número limitado de días en tanto que otros decidieron bloquear pacíficamente las gasolineras. En el primer caso, no redujeron el consumo de las gasolinas ya que cargaron su coche días antes o después de los días del boicot. En el segundo, solo perjudicaron a quienes tienen la franquicia de las gasolineras o a quienes trabajan ahí que nada tienen que ver con las decisiones del gobierno.
El problema con los boicots es que para que funcionen tienen que ser bien planeados para que quien tenga la capacidad de ejecutar o revertir la decisión que está molestando a los inconformes se sienta presionado a recular. En ninguno de los tres casos que mencioné se cumple con esta condición. En el primero y en el segundo se presiona a la iniciativa privada cuando la decisión es tomada por el gobierno, y en el tercero se presiona, cuando mucho, a los despachadores de gasolinas o franquiciatarios de Pemex cuando «el gasolinazo» es una decisión en materia económica del gobierno. Los indignados parecen no molestarse en averiguar bien las características del problema que los aqueja y, movidos por las emociones, asumen cosas que los llevan a cometer errores.
El boicot que me llamó la atención en estos días fue el que se hizo a la película de Eugenio Derbez que, a diferencia de los otros ejemplos, tiene un talante intolerante y fanático. Varios seguidores de López Obrador se indignaron porque Derbez simplemente expresó lo que pensaba: que no estaba seguro de que el tabasqueño fuera la mejor opción. Organizaron un boicot para que nadie fuera a ver su película Hombre al Agua. No lo perdonaron ni porque se trata de alguien que está dignificando a los latinos asediados por Donald Trump.
Movidos desde el encono y el fanatismo, ellos no se percataron que se habían convertido en publicistas gratuitos para la película de Eugenio Derbez. Creyeron que iban a lograr que muchas personas no fueran a ver la película y lograron lo contrario. Desde un principio visualicé ese resultado porque no se requiere mucha ciencia para entenderlo: ¿cuántas de estas personas irían a ver una película de Eugenio Derbez? La verdad que muy pocas. Gracias a ellos se empezó a hablar más de la película en redes, muchas personas seguramente ni se habían enterado que Derbez tenía una nueva película (yo no lo sabía).
Además de las personas que fueron a verla porque gracias a ellos se habían enterado del nuevo filme de Derbez, otras varias, por solidaridad con el comediante, fueron a ver la película. Hoy, Eugenio Derbez, a quien trataron de callar y coartar su libertad de expresión, tuvo más ventas que Avengers en México, y conste que a mí no me gustan mucho sus películas.
Este caso es más grave que los otros porque al menos los otros boicots parten de una causa noble o justa. Aquí no ocurre eso, aquí el objetivo fue coartar la libertad de expresión de un comediante que tiene derecho a decir lo que se le venga en gana. Una cosa es criticar lo que se dice (como ocurrió con unas declaraciones polémicas sobre los community managers) y otra cosa es restringir uno de los derechos que tiene no sólo gracias a la constitución sino a los tratados internacionales. Pero fue su mismo odio lo que llevó su boicot al fracaso, porque ni siquiera analizaron bien las repercusiones que su «medida» podría traer. Actuaron con las vísceras y Eugenio Derbez ahora tiene, gracias a ellos, más dinero en su cuenta de banco.
Si el gobierno o las empresas «malévolas» toman decisiones muy bien calculadas y los indignados actúan con las vísceras sin estrategia y hoja de ruta alguna (como ocurre con la gran mayoría de los boicots) es muy fácil advertir quien va a ganar la partida.