Del odio entre progres y conservadores

Jun 28, 2017

En medio de discursos de amor, de apertura, de inclusión y de tolerancia, la sociedad está cada vez más polarizada, dividida y poco dispuesta a dialogar.

Del odio entre progres y conservadores

Más que hablar de izquierdas y derechas, el conflicto se centra en la batalla entre liberales (o más bien progresistas) y conservadores. En un forcejeo ideológico, ambas facciones se han apropiado de la agenda política. Si queda algún reducto ideológico bajo el cual se puedan resguardar los individuos es ese, entre los que están abiertos a todos los cambios y entre quienes quieren que se conserve el estado de las cosas.

Lo preocupante es que lo que hemos visto es una creciente polarización entre ambas facciones donde están cada vez menos dispuestas a debatir. Ambas tienden a la radicalización, y peor aún, a elaborar juicios de valor de la otra facción desde un punto de vista maniqueo: yo soy bueno, tú eres malo.

Por ejemplo, hace pocos días apareció un video de un pastor evangélico que se presentó en un programa de televisión en Chile y en el cual dicho pastor, enfrente del conductor abiertamente homosexual, sacó de su saco una bandera del colectivo LGBT para utilizarla como tapete, era la «bandera de la inmundicia». Lo que hizo naturalmente fue una grosería, el conductor visiblemente molesto le pidió que la quitara, y al final el pastor decidió abandonar el programa.

Ante tal hecho, muchos progresistas señalaron: ¿ven? los religiosos conservadores son unos intolerantes, son reaccionarios que están llenos de odio y no quieren progresar. Hablan de amor y de Dios y sólo se la pasan discriminando por doquier. ¡Que se regresen a la edad media!

Pocos días después, ante la llegada del «autobús de la libertad» que ha sido llevado a varios países por grupos conservadores para defender lo que ellos llaman la familia natural y que el Estado no les imponga la ideología de género a sus hijos, un colectivo LGBT visiblemente radical vandalizó el autobús. Lo rayaron, le pusieron calcomanías y gritaron consignas. Y ante esto fueron los conservadores los que señalaron: -Miren, ahí están los LGBT, no sólo quieren depravar y pervertir a la sociedad, son unos intolerantes, están llenos de odio y resentimiento-.

Tanto los progresistas y los conservadores se acusan de lo peor, ambas posturas pregonan la tolerancia, pero por el contrario, ambas facciones son cada vez más intolerantes que sus opuestos. La creciente intolerancia no es tanto una manifestación de su postura política per sé ni es consecuencia de sus paradigmas sino que más bien los trasciende. La intolerancia entonces tiene más bien poco que ver con los valores que pregonan y mucho que ver con una actitud donde actúan como si fueran tribus, donde quienes están dentro son bienvenidos y quienes están fuera se convierten necesariamente en sus enemigos. Ese tipo de exclusión es el mismo que justificó los más atroces genocidios en la historia de nuestra especie. 

Se niegan a debatir, se excluyen, se etiquetan. Ambas facciones se acusan de no respetar la ciencia, la biología, el sentido común. Se acusan de complots, de imposiciones. Todo lo ven como un ataque, todo es «un ataque a mis valores», no son ni siquiera capaces de confrontar sus ideas, de escuchar por qué el otro piensa como piensa. 

Tergiversan de la palabra «tolerancia» porque sólo la utilizan cuando son atacados y no cuando atacan: eres intolerante cuando me atacas, pero yo no lo soy cuando te ataco porque «estoy defendiendo la tolerancia». Y cuando lo hacen, ambos creen que están haciendo un bien, porque se sienten atacados, y así entonces vemos cómo se forma un círculo vicioso.

Nadie les dijo que tenían que estar de acuerdo, por el contrario, se asume que la democracia es conflicto y que por medio del conflicto, las posturas siempre podrán debatir y confrontar sus ideas para que el resultado de dicho debate derive en un estado de las cosas mejor. Eso no está sucediendo. 

Así, en un mundo donde se habla de democracia, inclusión, solidaridad, integración, vemos como los individuos son cada vez menos capaces siquiera de sentarse a dialogar. Sus bienintencionadas banderas se vuelven inocuas e hipócritas ante sus actitudes. Ambos pregonan el amor por el prójimo, pero entre varios de ellos, pareciera sólo valer como prójimo aquel que pertenece a su tribu.

Y así, tenemos una sociedad cada vez más polarizada y desintegrada. No es culpa de la doctrina ideológica del otro, sino de las actitudes propias.