Desde hace algunas semanas, el concepto de meritocracia ha adquirido relevancia en el discurso público (sobre todo en redes sociales). Que si la meritocracia existe, que si no, que si es buena o que si es mala.
Se entiende como meritocracia aquel orden social que está dado por el mérito: es decir, le debe ir mejor a quien lo merece más. ¿Y quién lo merece más? El que haya puesto un mayor esfuerzo y tenga mayor talento.
La etimología de esta palabra, que no es otra cosa que un neologismo y que fue acuñado de forma crítica y satírica por el sociólogo británico Michael Young, presenta problemas. Tendría que ser algo así como «el gobierno de quienes tienen el mérito», pero en el discurso más bien trata sobre el ordenamiento social con base en el mérito, no necesariamente quién está gobernando.
Pero su uso práctico también es cuestionable. Me llama la atención, por ejemplo, que en el discurso público se confunda y traslape el «deber ser» con el «ser». Si el deber ser se pregunta si es deseable un ordenamiento social con base en el mérito, el ser se pregunta si este ordenamiento existe en la práctica.
Veo muchos decir que «yo creo en la meritocracia», pero en su pronunciamiento suelen confundir e intercambiar estas dos vertientes. Quienes utilizan ese «yo creo en la meritocracia» por lo general suelen oponerse a argumentos que sostienen que el ordenamiento social no está condicionado por el mérito y sí más por factores externos sobre los cuales el individuo no tiene control. Dicen que es deseable que haya un ordenamiento social conforme al mérito, pero a veces parecen intuir que este existe en la realidad, porque sin problemas podría defenderse a la meritocracia desde el deber ser y criticar que esta no existe en la práctica y señalar por qué no existe.
Por eso es posible ver tanto a oligarcas beneficiarios del poder político como Ricardo Salinas Pliego utilizarla para justificar su posición social en la punta de la pirámide hasta personas que «comenzaron» desde abajo como Xóchitl Gálvez utilizan este concepto con el fin de «dotar de capacidades a los individuos para que salgan adelante».
El problema es que una meritocracia pura es prácticamente irrealizable y posiblemente podría decirse lo mismo de la ausencia total de meritocracia. La existencia de la meritocracia solo puede entenderse como de grado. Se puede decir «existe algo de meritocracia», «este país tiene más meritocracia que este otro», pero difícilmente podría sostenerse que existe una meritocracia plena o siquiera algo cercano de ello.
Para que esta exista, es necesario que exista una relación causal preponderante entre mérito con la posición social y no haya otras variables que la estén condicionando o que sean mucho menos relevantes, lo cual es prácticamente imposible.
Y para que existiera este escenario se necesitaría que todos los individuos partieran desde el mismo punto, es decir, que la pureza de la meritocracia deba ser directamente proporcional a la pureza de la igualdad de oportunidades, algo así como el «velo de ignorancia» de John Rawls que también es irrealizable en la práctica y seguramente no pocos adalides de la meritocracia verían con escepticismo.
La realidad es que todos partimos de escenarios distintos, tenemos distintas habilidades innatas y contextos distintos que nos pueden dejar en distintas posiciones de acuerdo al contexto en el que estamos insertos: estos van desde la posición socioeconómica hasta algo que en la apariencia puede parecer tan trivial como la aleatoriedad (la suerte). El contexto importa y mucho, y me atrevo a decir que por lo general importa más que el mérito. Por lo general, a los individuos no nos agrada sentir que no tenemos tanto control sobre la realidad como quisiéramos, aunque eso no significa que no tengamos control alguno sobre nuestro destino.
Después viene otro problema. ¿Cómo medimos el mérito? Por lo general, insertamos ahí al esfuerzo y al talento. El talento es fácil de conceptualizar y tiene que ver con la habilidad que una persona tiene para llevar a cabo una acción dada (donde se entremezclan factores innatos y otros que el individuo puede desarrollar).
El problema es que el esfuerzo es algo muy complicado de conceptualizar. ¿Cómo se mide el esfuerzo? ¿Por la cantidad de energía y sacrificio que una persona emplea en alguna actividad? ¿Por su disposición a aceptar el «dolor» a cambio de recibir una gratificación posterior? ¿Se puede seguir considerando esfuerzo si el individuo ya está habituado a éste y ya no le pesa, o incluso si ya lo disfruta (como aquellos que son adictos al trabajo?
Entenderíamos que quien «le sufre más» le va mejor, pero esto no necesariamente se sostiene, sobre todo cuando el individuo se sobreexige: el exceso de trabajo y de gasto de energía puede crear, en ciertos ámbitos, efectos contraproducentes en la psique e incluso en el rendimiento. Importa mucho también a dónde se dirige ese esfuerzo. Es muy posible que un directivo no tenga la capacidad física de emplear el esfuerzo que un albañil emplea en la obra, y sin embargo, al directivo le va mejor que al albañil.
Posiblemente, podría redefinirse al mérito como la capacidad de crear valor: eso que hago aporta valor a las demás personas, y por más valioso sea me tiene que ir mejor. Hace sentido porque es un concepto toral dentro de las economías de mercado. Sin embargo, la creación de valor nos regresa al punto de partida: ¿genera más valor quien se esfuerza más y tiene más talento? ¿O quien tuvo mayor acceso a la adquisición de herramientas para poder ofrecer valor?
Pero eso no significa que la meritocracia (en su definición original) no esté absolutamente ausente. Pocos podrían negar que esforzarte y tener talento no te va a llevar a ningún lado. La realidad es que, al menos, puede dejarte en una posición un poco mejor, o aumentar aunque sea un poco las probabilidades de que te vaya mejor. Incluso en un régimen de lo menos meritócrata (digamos, una monarquía absoluta o una dictadura comunista) esforzarte o tener una suerte de talento puede establecer la diferencia entre comer o no comer.
Dicho todo esto, es imposible crear una meritocracia tal que podamos afirmar que vivimos en ella. A lo mucho, se pueden crear situaciones específicas donde la meritocracia tenga un papel preponderante. Por ejemplo, los exámenes de admisión tratan (aunque solo hasta cierto punto lo logran) crear el proceso de admisión de una forma más meritocrática. Las competencias deportivas y otro tipo de escenarios suelen procurar estos mecanismos.
Entonces, ¿qué hacer? Sabemos que la meritocracia pura no existe ni podrá existir, pero sabemos que de ahí no se sigue que el esfuerzo y el talento no sirvan, negarlo podría ser pernicioso para la sociedad. Claro, la cultura del esfuerzo debe promoverse porque el individuo aumenta las probabilidades de estar en una situación aunque sea un poco mejor y porque ello también beneficia a la sociedad en su conjunto.
Simplemente, debemos dejar de pensar que este ordenamiento meritócrata es posible, debemos dejar de pensar que los individuos estamos en tal posición solamente nuestro esfuerzo ignorando el contexto en el que nos encontramos. Esta negación, como bien señala el filósofo Michael Sandel, se puede traducir en una profunda arrogancia por parte de aquellos que pueden sentirse superiores porque creen que «todo fue producto de su esfuerzo».
En mi particular opinión, debemos pensar que el ordenamiento social debe estar dado por la creación de valor (que, como vemos, no está necesariamente ligado al mérito) ya que el valor genera un mayor bienestar para la sociedad y, al mismo tiempo, deben existir mecanismos o políticas para procurar que aquellos que estén en desventaja lo estén menos y tengan mayor acceso a herramientas y oportunidades para que tengan mayor movilidad social. No vamos a poder garantizar una equidad perfecta, pero sí una situación donde los puntos de inicio de los individuos no sean tan dispares.
Claro, paradigmas que atentan contra la idea liberal de que todos los seres humanos valemos lo mismo como la discriminación por género, color de piel u orientación sexual y similares deben ser combatidos. De la misma forma, es indispensable que exista un Estado de derecho que conciba a todos los seres humanos como iguales y que ninguno tenga más privilegios frente a la ley que otros. Así mismo, la cultura del esfuerzo debe existir y promoverse aunque aceptemos que esta posiblemente no determine en gran manera el ordenamiento social.