Cuando se canceló el NAIM, se nos argumentó que las mayorías no iban a utilizar el aeropuerto por el simple hecho de que no viajan en avión.
De pronto, con el AIFA, la afirmación fue la contraria: «este es el aeropuerto del pueblo».
No hay sustento para hacer esta afirmación. Tanto en el caso del NAIM como el del AIFA quienes lo construyeron fueron albañiles, trabajadores, pintores, profesionistas, ingenieros, y gente que conforma un amplio espectro de la sociedad mexicana.
La afirmación se hace porque el régimen dice ser representante de la voluntad popular, todo lo que pasa por él, en un sentido «pseudo-rousseauniano turbo-recargado», es el pueblo, y todo lo que no pasa por él, es ajeno a éste (a esos los llama conservadores, neoliberales, fifís).
El aeropuerto del pueblo tiene que ser austero, nos dicen, pero la interpretación que se hace de la palabra «austeridad» es muy vaga y pobre. Austeridad implica hacer mucho con poco, no degradar la calidad en aras de reducir el gasto (esto último incluso hasta podría entrar en cuestionamiento porque al costo del AIFA habrá que sumar el costo de la cancelación del NAIM).
Lo que entregó el gobierno el día de hoy fue un aeropuerto regional que tal vez allá algún día en el futuro va a ser un aeropuerto internacional. De algo sirve, es mejor a nada, paliará un poco la congestión aérea que vive la CDMX, parte de su futuro dependerá de lo que se haga en los años subsiguientes y de las necesidades de mercado de las aerolíneas, pero es evidente que su utilidad es bastante menor al aeropuerto cancelado por los diversos problemas de origen (muchos de ellos conceptuales, improvisación y falta de planeación) y tiene muchas deficiencias que no se han solucionado.
Si hubiera sido planteado como un aeropuerto regional tal cual no sobrarían las críticas sobre la estética o los alcances del aeropuerto: algunos dirían que se trata de un aeropuerto sencillo, sin mayores ambiciones, que no es horrendo a la vista (a comparación de algunos aeropuertos regionales del país), con algo de tecnología y que le falta varias cosas por mejorar. Lo que hace ruido es que, en el papel, sería un aeropuerto internacional (y así lo venden porque hay un vuelo a Venezuela que se sacaron de la manga) y, peor aún, uno que sería la sustitución del ambicioso NAIM cuyo único pecado, al parecer, fue que se comenzó a construir en el sexenio de Peña Nieto. Ahí, en las comparaciones estéticas y de alcance, el contraste es grosero. Lo que pudo ser un gran hub para el país, se convirtió en un parche, en una obra sin terminar.
Y si se dice que es el aeropuerto del pueblo, entonces parecería decirse que el pueblo merece poco. Ahí entra la trampa discursiva. El NAIM es ambicioso, una obra de Sir Norman Foster, uno de los arquitectos más prominentes del mundo, ahí el aeropuerto es solo para los ricos; y como el AIFA es austero, sencillo, improvisado, ahí el aeropuerto es para el pueblo, pero el AIFA no está abriendo los vuelos de avión a nuevos mercados ni está logrando abaratar los precios para que gente que antes no podía costearse un vuelo en avión ahora pueda hacerlo.
La narrativa entonces sugiere eso: el pueblo merece un aeropuerto barato e improvisado, y dicha narrativa es clasista. Como el pueblo tiene carencias y no tiene recursos, entonces merece solo cosas sencillas y medio jodidas. Quien funge como real soberano (el régimen) y que dice representar al pueblo, hace su distinción de élite en la inauguración. Ahí no estuvo el pueblo, ahí estuvieron los militares, los empresarios oligarcas que se benefician del régimen. Ahí queda la clara distinción entre élite y pueblo, tal como fábula de La Rebelión en la Granja.
Una de las puestas en escena fue utilizar al mismo pueblo, a la señora de las tlayudas, al que vendía las garnachas, personas que trabajan duro día a día para llevar sustento a casa, como una estrategia para incitar a que algunos opositores expresaran alguna cosa clasista y así poder descalificar a la oposición. Siendo realistas, el clasismo abunda en México y no iba a ser difícil que algunos incautos cayeran en la estrategia y justo eso fue lo que ocurrió.
Evidentemente esos discursos son despreciables y los propios opositores deberían señalarlos y repudiarlos. Sin embargo, en lo que no se repara es que la estrategia del propio gobierno, de utilizar a esta gente como carne de cañón, es también un acto igualmente clasista y despreciable, por más se trate de disfrazar con una narrativa que apela al pueblo.
El clasismo del régimen y del aeropuerto como símbolo del régimen es ese. Aquello que llaman pueblo es simplemente un accesorio para mantener su poder: lo usan, lo explotan, hablan en su nombre, les hacen sentir que su voz vale en las consultas previamente calculadas, les dan beneficios a cambio de lealtad, pero en realidad no les importa. Lo único que siempre desearon es el poder, ese que tanta hambre les da. Tanto, que son capaces una y otra vez de pisotear el orden institucional para salirse con la suya.