En su libro, El 18 Brumario de Napoleón Bonaparte, Karl Marx afirmaba que la Revolución de Francia del siglo XIX parece haber transcurrido en sentido contrario a la Revolución Francesa que todos conocemos (la cual se fue radicalizando con el tiempo hasta derivar en El Terror de la era de Robespierre), como si esa segunda Revolución volviera a la dominación más antigua (del sable y la sotana).
Algo parecido pasa con la llamada cuarta transformación de López Obrador. Las primeras tres transformaciones a las que López Obrador hace alusión, con sus virtudes y sus defectos, trajeron consigo alguna suerte de progreso: la Independencia se explica por sí misma, la Guerra de Reforma trajo la separación entre la Iglesia y el Estado mientras que la Revolución Mexicana, con todas sus cuestiones criticables, como el hecho de ser el génesis del PRI autoritario, de menos trajo consigo una mayor cobertura educativa y una mayor cobertura de derechos sociales que se hicieron realidad años más tarde.
Esta autodenominada cuarta transformación también parece ir a la inversa. Si la tercera trajo una mayor cobertura educativa y una mayor cobertura de derechos sociales, la cuarta trae una cruzada en contra de la educación y la ciencia estigmatizando a la comunidad científica, desmantelando y colonizando el propio Conacyt, atacando al CIDE y al ENAH que siguen siendo hostigados y deteriorando los propios programas sociales, sobre todo aquellos que tienen que ver con la salud que han dejado a los que menos tienen en una peor posición. No sin olvidar la terrible e irresponsable gestión que este gobierno ha hecho en medio de la pandemia.
Con relación a la segunda transformación, los constantes ataques al estado laico y la «sacralización» del poder ha constituido casi un ataque frontal a la Guerra de Reforma, y con relación a la primera, hemos visto el constante ataque a los migrantes que tiene como fin quedar bien con el vecino del norte haciéndole el «trabajo sucio» para que éste no sea un problema en la ambición restauradora del régimen actual. Todo parece ir para atrás, todo es un retroceso, la reversa también es cambio.
Marx no se equivocaba al explicar la dominación burguesa como algo que no necesariamente era una suerte de opresión explícita o deliberadamente intencionada. Decía más bien que quienes detentaban el poder (en sus diversas denominaciones) lo ejercían de tal forma que, de acuerdo a su cosmovisión, creían que era lo más adecuado para la sociedad. Tal vez ello nos ayude a explicar la debilidad opositora que, estando en el poder, gobernó pensando que la mejor forma de gobernar a la sociedad era aquella que empataba con su cosmovisión, la cual, si algo carecía, es de capacidad para tender puentes y establecer diálogo con los que menos tienen, vacío que aprovechó López Obrador.
Pero López Obrador ha hecho el esfuerzo de empaquetar a todo aquello que no cuadre con su régimen dentro de una sola cosmovisión, una «superestructura» que tiene que ser sustituida en el discurso por la voluntad del pueblo y en los hechos por la suya propia. Pero este afán es muy superficial.
Aunque AMLO insiste en que el CIDE ha «formado parte del saqueo», la realidad es que desde esta institución, que, a pesar de la imposibilidad de no tener orientación alguna pero que ciertamente ha mantenido cierta autonomía idiosincrática gracias a su comunidad, creó e hizo mucha crítica hacia los regímenes de Felipe Calderón y, sobre todo, el de Peña Nieto. Es todavía más difícil equiparar al ENAH con esa «superestructura neoliberal» que López Obrador pretende desmantelar. Y aunque el INE fue creado en tiempos de Salinas, éste fue creado gracias a la presión opositora (de la cual formaba parte su entonces partido el PRD) producto de la ilegitimidad de las elecciones de 1988.
Pero López Obrador sí que pretende crear una superestructura rígida que más que revolucionaria es restauradora, donde lo autónomo (asumido como remanente de la antigua superestructura) debe desaparecer, o bien, ser transformado y sometido al poder. Una superestructura que, en el discurso, se desprende completamente de la otra pero que en la práctica no lo hace del todo. Las condiciones materiales y económicas son las mismas (aunque más deterioradas) y las mayores fortunas, hechas al amparo de distintos gobiernos, parecen llevarse bien con el régimen actual.
Para concluir, vale la pena rescatar a Luis Villoro quien insiste en que los discursos y formas de pensamiento que en un inicio son libertadores o aparentan serlo, corren el riesgo de convertirse en ideologías que, a su vez, fungen como instrumentos de dominación. Así, el otrora discurso liberador de López Obrador (liberarse de la corrupción y el neoliberalismo) se ha convertido en la nueva ideología hegemónica, una todavía menos flexible que la del pasado reciente. La otra «superestructura» le dio la oportunidad de contender en unas elecciones y ganarlas. No es completamente seguro que quien quiera contender contra el régimen actual vaya a tener las mismas facilidades.