Históricamente, el PAN había sido el “partido de oposición”. Fue casi siempre la fuerza más fuerte durante el régimen hegemónico del PRI (tal vez con excepción del 88 donde Cuauhtémoc Cárdenas se convirtió en el rival más importante del candidato priísta) y fue la primera fuerza de oposición al llegar al poder en el año 2000. Tan solo mencionar todo esto nos habla de la relevancia que ha tenido este partido en la historia política de este país.
El PAN también ha sido el partido que había mostrado cierta consistencia ideológica, a diferencia del catch-all que siempre fue el PRI. El PAN se presentó como un partido humanista, democrático y con raíces ciertamente cristianas. En su organización convivían dos facciones: una de centro o centro derecha, con una perspectiva humanista, liberal e influida por principios cristianos, más en el sentido de las democracias cristianas europeas moderadas ideológicamente (y a la que se sumaron posteriormente sectores empresariales), y otra más marginal: de ultraderecha, confesional y dogmática. De alguna forma, la primera tuvo mayor preponderancia en los dos sexenios que gobernó.
Pero el PAN comenzó a perder dicha consistencia en los últimos tiempos y se comenzó a comportar como un partido catch-all (atrápalo-todo) donde conseguir votos a costa de lo que fuera comenzó a primar sobre la propuesta ideológica. El PAN comenzó a partirse desde dentro. Los conflictos internos llevaron a Felipe Calderón y Margarita Zavala a salir del partido para crear México Libre que no logró obtener el registro (para luego regresar). Las alianzas con el PRD comprometieron su consistencia ideológica severamente, e incluso algunas figuras socialdemócratas como Agustín Basave entraron al partido, y ni qué decir de Ricardo Anaya que tenía una plataforma más bien socialdemócrata.
En este escenario, el del partido dividido, fracturado y que presume resultados aceptables en el 2021 producto de la fortuna más que del mérito propio (mucha gente votó por ellos no por convicción sino porque era la vía para debilitar a AMLO y si tuvieron éxito en la CDMX fue más que nada porque a la izquierda capitalina “se le cayó la línea 12”) es que una nueva versión de esa ultraderecha (o la derecha dura, como se hacen llamar algunos activistas cercanos a esta corriente) quiso dar un golpe de autoridad.
Fue esta ultraderecha la que trajo a Santiago Abascal de Vox a México a firmar la Carta de Madrid para “combatir el comunismo”, algunos se sumaron por convicción y otros por mera ingenuidad, pero no solo los panistas en su conjunto se desentendieron al ver la reacción adversa en las redes sociales de la opinión pública así como algunos de sus miembros, sino que el mismo Rementería, el coordinador de la bancada del Senado, terminó pidiendo disculpas. Cristian Camacho, un activista de “derecha dura” en redes que precisamente hacía trabajo de redes sociales para el partido, fue cesado por haber gestionado la visita de Santiago Abascal. Hicieron como que aquí no pasó nada.
Los activistas de la derecha dura tienen razón en dos cosas: 1) que el PAN tiene una severa crisis de identidad incapaz de tomar posturas y que 2) parece estar preocupado por amasar votos más que por crear una plataforma que de verdad represente a la gente. Quieren ocupar ese vacío que está dejando el PAN producto de su indefinición.
Esta derecha dura pretende impulsar una agenda muy conservadora, tradicional y nacionalista, lejos de la democracia cristiana de centro y más bien cerca de los fenómenos populistas que hemos visto en los últimos tiempos. Ellos son admiradores de Donald Trump (varios de ellos no reconocen su derrota en las urnas), Jair Bolsonaro e incluso Viktor Orban de Hungría. Quieren combatir de frente al “comunismo” que representa López Obrador, así como todo lo que tiene que ver con la agenda progresista, la corrección política y demás. Así como ocurre con los populismos de izquierda, dividen a la sociedad en buenos y malos: ellos, los buenos, los que defienden las libertades, y todo eso que llaman “la izquierda” donde no solo se encuentran los pejistas o las facciones radicales tanto de la izquierda clásica como de la denominada izquierda posmoderna (progre) sino a todos los socialdemócratas, centristas o incluso a la derecha moderada, a la cual llaman la “derechita cobarde” (tal y como Vox denomina al PP de España).
El problema es que con esta visita promovida por la derecha dura el PAN no solo no se definió, sino que quedó peor de cómo estaba antes en muchos sentidos:
1) La plataforma de centro derecha (si es que queda algo de ella) podría aspirar a obtener votos de todo el antilopezobradorismo, desde el centro hasta la derecha conservadora, e incluso hasta algunos izquierdistas moderados que, por su profundo desencanto con AMLO, podrían ver a la facción más liberal del PAN como un mal menor (tal como lo hizo en el 2000 para vencer al PRI). Con la visita de Vox, ya dejaron con muchas dudas a los votantes del centro que pueden ser determinantes en 2024.
2) Tampoco quedaron bien con la derecha dura. Al desentenderse de sus propias decisiones, al decir que fue una visita de índole personal al tiempo que fue promovida por las cuentas del Senado, al despedir a Cristian Camacho por gestionar la visita y al pedir disculpas, terminaron viéndose como esa “derechita cobarde”. Posiblemente pensaron que era buena idea replicar el “modelo Bolsonaro” y el “modelo Trump” con un discurso populista y confrontativo, pero luego se echaron para atrás, que siempre no.
Lo ocurrido no fue un accidente, que Cristian Camacho trabajara para Rementería no era casualidad: por alguna razón Rementería quería tener un “ultra” manejando las redes. El PAN se ha esforzado en convencernos de que lo ocurrido sí fue un accidente, que fue un pequeño resbalón que hay que olvidar. No fue así: allá al otro lado (en el oficialismo) tomaron nota y le dieron un cheque en blanco a López Obrador.
La “derecha dura” considera que lo ocurrido es un éxito para ellos, que gracias a ellos se habló del partido y de ellos mismos. Ello no es falso y es posible que esta corriente sea la única que haya ganado algo con este escándalo (ya sea que termine actuando dentro o fuera del PAN) sin embargo, no pareciera muy viable que, en el corto plazo, o para 2024, ganen una alta participación de poder para “cambiar la hegemonía cultural” (al más puro estilo gramsciano), más aún tomando en cuenta que los sectores más conservadores que no pertenecen a la clase media o alta son más bien simpatizantes de López Obrador. Ello no quiere decir que subestimemos a este movimiento, más aún en estos tiempos donde la lógica tradicional de hacer política ha sido casi disuelta por aquellos discursos populistas que tienen eco en aquellos “no escuchados”. A diferencia de FRENA (que terminó siendo un movimiento muy peculiar y bochornoso), ellos tienen bastante más idea de lo que están haciendo y de los alcances que quieren tener.