La mitad del sexenio no solamente es un punto simbólico en el tiempo, también suele cambiar el tono del ejercicio del poder producto de la cada vez más cercana sucesión que, si bien está a tres años, ya obliga al Presidente en turno en pensar en el legado que va a dejar. También, a partir de este punto, las cosas se «empiezan a mover», se empiezan a barajar las opciones que podrían aparecer en la boleta, las pugnas de poder (tanto dentro del régimen como en la oposición) se empiezan a agitar.
Si los primeros tres años marcaron la tesitura del régimen, los últimos tres años obligan a concluirla. En este periodo los proyectos torales del régimen ya tienen que tener un rumbo definido (en este caso el aeropuerto de Santa Lucía, Dos Bocas, el Tren Maya o los programas sociales) y se vuelve complicado llevar a cabo cambios abruptos.
López Obrador puso un proyecto ambicioso y excesivamente idealista sobre la mesa: este constaba de una profunda transformación de la vida pública de proporciones históricas: acabar con la corrupción de tajo, combatir la desigualdad y un largo etcétera. Si se le evalúa por la capacidad de llevar a la realidad su proyecto, la verdad es que ha fracasado rotundamente. La «Cuarta Transformación» ha quedado en una mera narrativa que el Presidente busca alimentar una y otra vez ante la falta de resultados que la sostengan: sigue constando de una promesa y de la creación de ilusiones: ¡México va a cambiar! ¡México va a ser más justo! ¡México va a ver por los pobres! Pero nada de eso ha ocurrido, no solo por la pandemia que se cruzó en el camino, sino (y posiblemente en mayor proporción) por la ineptitud de este gobierno.
La transformación de la vida pública ha sido meramente cosmética. Se dice que las cosas son diferentes porque se nos insiste una y otra vez que lo son, no porque lo sean. En realidad, muchos de los vicios de los sexenios anteriores siguen perviviendo y, en algunos casos, se han agravado: la corrupción (incluyendo a familiares del Presidente), el uso faccioso de las instituciones, el capitalismo de cuates, el clientelismo y un largo etcétera. Y ahí, donde podrían sugerirse cambios de fondo (que son, más que nada, amagos afortunadamente contenidos en muchos de los casos) solo hemos constatado una suerte de regresión al pasado, sobre todo en materia política: las amenazas al INE, a la independencia de la Suprema Corte y a la vida democrática son lo más «irruptivo» que este gobierno ha presentado.
Que el tono sea distinto no significa que la realidad que viven los mexicanos sea distinta (y lo poco que ha cambiado ha sido para mal). Que AMLO haya innovado al implementar mañaneras, que viaje en aviones turísticos o que se sujete a una revocación de mandato (innovación que ni siquiera es suya, sino del mismísimo Porfirio Díaz que también utilizó esta figura, como lo narra Paul Garner) no cambia las cosas de fondo y ni siquiera enfila al país para que cambien en el largo plazo.
López Obrador todavía mantiene una popularidad bastante aceptable. Lamentablemente para él, de entre aquellos que aprueban su figura muchos no piensan lo mismo de sus resultados. Parece que se mantienen esperando a que el «milagro» llegue y piensan que la realidad decepcionante es solo temporal, ¿pero cuál milagro? Nada sugiere que este régimen vaya a renacer y tener un cierre como el que AMLO quisiera y como el que sus seguidores anhelan. Tal vez sea cierto, como dicen sus seguidores, que México no se ha convertido en Venezuela ni que lo vaya a ser, ¿pero qué mediocre se puede ser como para conformarse con que el país no colapse?
No pude (o más bien no quise) ver el tercer informe porque lo consideré una pérdida de tiempo y, a juicio de las reseñas de este evento, no me equivoqué. Pero si algo me llamó la atención es que se adjudicara una eventualidad ajena al ejercicio del gobierno como lo son las remesas como un logro propio. Ello sugiere que no hay mucho que presumir, que ante la falta de resultados habrá que descontextualizar información y hacer uso de la confiable narrativa e incluso mentir abruptamente para crear la percepción de que las cosas van bien, pero no lo están.
Cierto, México no está al borde del colapso: no hemos sufrido una severa crisis económica y la vida cotidiana transcurre con relativa normalidad (tomando en cuenta que los terribles niveles de violencia, impunidad y corrupción se mantienen constantes). A diferencia de Chávez y algunos populistas del orbe, López Obrador ha mantenido cierta estabilidad macroeconómica y no se ha embarcado en endeudamiento irresponsable, pero cierto es que el desempeño económico (incluso excluyendo esa variable llamada pandemia) ha sido bastante mediocre y más malo que los últimos sexenios anteriores. Se agradecen detalles como el aumento al salario mínimo, pero se trata de logros pírricos que, además, se pueden contar con el dedo de una mano.
Ni siquiera ha logrado tener buenos resultados en lo que más presume hacer y que es velar por los pobres. Los más pobres reciben menos programas sociales que en el pasado, el acceso a la salud (sobre todo para los que menos tienen) se ha deteriorado. No hay sector social (tal vez con excepción de las personas de la tercera edad que reciben uno de los pocos programas sociales más o menos funcionales, con todo y su enfoque clientelar) que esté mejor con el gobierno: tal vez lo estén los afines al régimen, o los capitalistas amigos del régimen como el infame Ricardo Salinas Pliego.
Desde la derecha o desde el paradigma «neoliberal» uno pondría la cara de susto al ver lo que ocurre con este gobierno (más allá de que AMLO haya adoptado algunos de sus preceptos de forma tan torpe e improvisada), pero la mayor decepción tendría que venir de la izquierda misma porque banderas desde el combate a la desigualdad hasta el feminismo han sufrido una gran decepción por el rechazo o la ineptitud del régimen. Ni que decir de la ciencia, de la academia o del arte cuyos integrantes creyeron ilusamente, hasta antes del sexenio, que López Obrador les tendría una consideración que los regímenes anteriores no les tuvieron (el rechazo de AMLO fue aún peor).
Nuestro país es un barco que sigue relativamente a flote, pero López Obrador lo puso en una situación algo peor de lo que ya estaba. Los resultados escasean, las expectativas han quedado muy por debajo incluso para los escépticos. Tal vez el gobierno de AMLO no sea recordado por una gran crisis o una tragedia nacional, pero las consecuencias de su mal gobierno, aunque sea de forma silenciosa, se palparán en los años por venir.
De no corregir el rumbo (lo cual se antoja muy complicado) podremos concluir en pocos años que esta ha sido una de las peores presidencias de la historia moderna del país.