¿Por qué muchas personas defienden lo indefendible?
Está bien documentado el sesgo que las posturas políticas infringen sobre nuestra actitud hacia la realidad. Muchos estudios se han hecho al respecto: por ejemplo, George Lakoff explica muy bien en su libro The Political Mind que la actitud hacia los mismos hechos son evaluados de forma diferente por los individuos de acuerdo con sus simpatías partidistas (ya sean republicanos o demócratas) o que, por ejemplo, el juicio que se hace sobre un político por un acto dado es distinto si ese político es de un partido u otro.
Tiene sentido que así suceda porque, ante nuestra incapacidad para conocer a detalle todo lo que pasa (y más en el mundo de la política) recurrimos a atajos cognitivos (o heurísticas) que tienen como base, en este caso, la idea preconcebida que tenemos sobre los partidos, nuestra postura ideológica entre otros, para evaluar los hechos que ocurren. Hasta los más sofisticados y quienes se presumen ser muy rigurosos acuden a ellos.
Pero dentro de estos fenómenos, debería haber ciertos límites que nos permitan protegernos contra aquellos actos que atentan contra la dignidad humana, y lo cierto es que cuando dichos límites se rebasan, ya sea por fanatismo político o interés, los políticos en cuestión contarán con la connivencia de los simpatizantes cuando cometan actos deplorables o que deberían ser reprobados categóricamente.
Por un ejemplo, yo puedo ser simpatizante de MORENA o del PAN, pero debería tener la capacidad de darme cuenta que lo que hizo tal o cual agente es reprobable. Más allá de que mi postura que tenga ante tal hecho no sea exactamente igual de enérgica que la de un opositor, debo poder detectar que aquello que tal persona hizo es reprobable y no se puede justificar.
Cuando esta línea se rebasa entonces estamos en un serio problema. Un régimen déspota o autoritario tiene mayor facilidad para establecerse y legitimarse cuando la sociedad en cuestión se mantiene inerme ante sus arbitrariedades. Por esto es que los regímenes totalitaristas apelan a la propaganda para construir una identidad o sentimiento de pertenencia tan sólido de tal forma que los atajos cognitivos de la gente funcionen en función al discurso y necesidades del régimen y así puedan cometer sus fechorías frente a una sociedad displicente, que relativiza o niega lo ocurrido, o que incluso lo justifica o lo cree necesario. A través de ese discurso nacionalista y el sentimiento de amenaza que el régimen de Hitler creó en torno a los judíos es que logró excluirlos de la comunidad alemana sin que existiera una profunda resistencia social. Por ello, los miembros de la SS, otrora ciudadanos normales, pudieron exterminar con sus manos a los judíos, cosa a la que no se habrían atrevido ni remotamente en otras circunstancias.
La agresión a Lía Limón (la alcaldesa electa de Álvaro Obregón) por parte de los granaderos de la CDMX es un ejemplo de lo que puede ocurrir cuando dichos límites se rebasan, y también es un claro ejemplo del discurso polarizador que emana de la misma figura del ejecutivo y que busca dividir al pueblo bueno de los «conservadores». Es terrible darse una vuelta por Twitter y encontrar comentarios tan aberrantes como aquellos que dice que ella se lo buscó o incluso aquellos que celebran el hecho.
Todos sabemos que agredir violentamente a una persona sin justificación alguna está mal y esta afirmación debería seguirse sosteniendo independientemente de filias o fobias políticas, pero para algunas personas esta afirmación se vuelve meramente contextual porque lo que importa ya no es el acto, sino el hecho de pertenecer o no pertenecer: deja de estar mal si aquella persona violentada es opositora o no pertenece al régimen con el que yo simpatizo. No es que el punto de apoyo bajo el cual se hacen juicios éticos y morales no exista, sino que dicho punto de apoyo ha dejado de tener como base la dignidad humana para pasar a tener como base la simple simpatía con un líder, una ideología, organización o un discurso (como bien lo explicaba Hannah Arendt). Este fenómeno queda bien impreso en la afirmación que el mismo Donald Trump llegó a hacer: cuando dijo que «podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos».
Los seguidores de López Obrador incluso promovieron hashtags como los de #LadyMontajes (claro, con ayuda de bots) para así relativizar o de plano negar lo ocurrido para que ello no afecte al régimen. Lía Limón es prescindible frente a los intereses del régimen y sus defensores en tanto que ella es opositora y, por tanto, despreciable. Como el régimen presume ser humanista, presume de no reprimir y hasta de ser feminista, para los fanáticos políticos o interesados (esos que buscan permanecer en un puesto o buscarlo) es la realidad la que tiene que adecuarse al discurso y no al revés. Lía Limón lo provocó, seguro la hirieron los suyos y por ello hay que lincharla en redes (como si la agresión que sufrió por los granaderos no fuera lo suficiente).
Ni AMLO es Hitler, ni Trump es Hitler ni AMLO es Trump ciertamente, pero lo cierto es que, salvando las distancias, ese fenómeno de deshumanización en el cual se prescinde de la dignidad humana de alguien más en favor de una ideología, un liderazgo mesiánico o un discurso, como presenciamos el día de hoy, es el que legitima y empodera a déspotas para que puedan hacer lo que quieran a sus anchas.