El idealista busca adaptar al mundo a esquemas ideológicos de carácter normativo pensando en que si dicho esquema logra alcanzarse vamos a alcanzar una suerte de estado superior u óptimo de las cosas: ese fin de la historia en el que ingenuamente soñó Hegel y al que Fukuyama pensó, habíamos llegado. De alguna forma, piensa, ese mundo ideal tiene que embonar.
El pragmático es, en muchos sentidos, un escéptico de los mundos mejores. Suele abandonar las convicciones normativas para hacer que las cosas se hagan (de acuerdo con el paradigma establecido existente). Apuesta, dice, a la técnica y al conocimiento: claro está, dentro de sus esquemas.
Pero ambas posturas, sobre todo llevadas al extremo, terminan echándolo todo a perder. El idealista puro suele ser necio y cree que su mundo idílico debe hacerse realidad a como dé lugar. Cree que el mundo no tiene límites y que las leyes que lo rigen no establecen ninguna suerte de condiciones. Así, el idealista suele pasar por alto los procedimientos, los métodos y la técnica porque todo ello le establece un límite y le estorba.
El pragmático puro, por su parte, busca que las cosas se hagan dentro de un paradigma establecido (el cual también tiene bases ideológicas, pero, al conformar el status quo prevaleciente, asume que ese paradigma es más bien «el mundo como es»: por ello, de forma peyorativa, denomina como ideológico cualquier cosa que salga de su caja). El problema para el pragmático es que se ve imposibilitado de salir de los esquemas mentales bajo lo que opera.
Y si no se pueden construir mundos idílicos, también es cierto que el mundo da más margen de maniobra que la conformidad con los paradigmas prevalecientes. Los terribles experimentos como los comunismos del siglo pasado exhiben a los primeros, pero el mismo progreso del mundo (mucho del cual se explica por medio de irrupciones y ruptura de paradigmas) pareciera exhibir al segundo.
Tal vez lo sensato sea adoptar un punto dentro de la gradualidad. Tal vez se valga soñar con un mundo mejor, al tiempo que seamos escépticos y rigurosos sobre los pasos que demos así como que podamos ser conscientes de los límites que se nos revelan para poder guiarnos de mejor forma cuando queremos caminar en lo desconocido.
El mundo nos impone límites, pero es cierto que los límites no nos terminan de ser claros y ello nos deja margen de maniobra para crear mundos que, si bien seguirán siendo imperfectos, podrán ser algo mejores que lo que tenemos hoy.