Hace unas décadas, los talk shows se volvieron tendencia en la televisión. Programas como el de Cristina y sus derivados comenzaron a tener una gran audiencia de tal forma que se comenzaron a replicar e incluso su fórmula, tan atractiva para las audiencias, ejerció influencia sobre otros formatos, incluidos programas deportivos y hasta debates presidenciales.
¿Cuál es la esencia de esa fórmula? El morbo: ver a personas agarrarse de las greñas para así destruirse mutuamente, como si se tratara de un combate de lucha libre con el fin de destruir la reputación y la dignidad del oponente. Así, el escenario toma la forma de un cuadrilátero donde cada burla o revelación sobre otra persona funge como una llave que el espectador aplaude.
Esta cultura del talk show, tristemente, ha llegado al debate político y el tan anunciado «debate» entre Agustín Laje y Gloria Álvarez se ha convertido en su máxima expresión.
El primer problema es que Agustín Laje y Gloria Álvarez no son intelectuales, son una suerte de propagandistas o provocateurs que buscan difundir y convertir a la gente a su ideología. Es cierto que los intelectuales también persuaden y no son neutros, pero lo que un buen intelectual sabe hacer es dar información profunda y relevante al público. Es la información per sé a través de la cual busca persuadir al receptor sobre por qué sus ideas son mejores. Las ideas y el conocimiento están siempre en el centro del buen debate.
Los provocateurs (ya sean de izquierda o derecha, conservadores o progres), por su parte, no tienen un gran interés en compartir conocimiento a la gente sino simplemente buscan crear seguidores: por eso suelen recurrir a lugares comunes y a esquemas preestablecidos.
En este sentido, la información queda en segundo plano y recurren a la caricaturización de sus contrincantes. Basta ver los títulos de los libros que ambos han escrito: «¿Cómo hablar con un progre?», «¿Cómo hablar con un conservador?» o «El libro negro de la nueva izquierda?». Básicamente, todas estas obras (que leí por mera pedagogía) buscan definir a sus contrincantes como lo peor: que si los conservadores son unos doblemoralistas dogmáticos despreciables, que si los progresistas son una bola de pervertidos, básicamente de eso tratan sus obras.
Y comprendiendo la esencia de los provocateurs, entonces es fácil deducir que, como consecuencia, el formato del debate será un talk show. Como los provocateurs crean meros seguidores y no personas hambrientas de conocimiento, dichos seguidores atestiguan el ejercicio para reforzar sus posturas y sus sesgos cognitivos. Asisten al debate no para aprender, sino para ver cómo su ídolo destruye al contrincante. Por eso no es casualidad que los fans de Gloria Álvarez la nombren a ella como ganadora y los fans de Laje a él.
La forma en que se prepararon ambos (Laje algo más preparado que Gloria) tuvo ese fin: destruir al otro. Agustín Laje abrió su intervención con unos silogismos para aparentar sofisticación, apelando a la metafísica y a la biología de una forma un tanto trivial, sabiendo que ahí era donde Gloria estaba menos preparada y donde podía «destruirla más». Gloria lo hizo peor, basó sus argumentos en la popularidad que tienen entre los libertarios (recordemos que se debatía cuál debería ser la postura del libertarismo frente a la legalización del aborto). Cuando Gloria comenzó a hablar, Agustín Laje hizo lo que los provocateurs que participan en estos «debates talk-show» suelen hacer: reírse y burlarse de la intervención del contrincante. Se trata de humillarla a ella, se trata (como hizo Gloria) de congratularse porque mostró que «Laje era conservador y no libertario».
Todo esto estimuló cualquier caso menos el aprendizaje. Todo se trató de ver cómo «ganaba» tu ídolo para luego decir, X destrozó a Y. Otros influencers provocateurs de medio pelo no tardaron en subir sus videos con títulos como «Laje destrozó a Gloria», «El fin de la carrera de Gloria». De eso se trataba, de reafirmarse, de escuchar lo que ya han repetido mil veces y ver cómo es que «mi ídolo arrinconaba al contrincante» para de ahí deducir que «mi ideología es la correcta y la tuya es la errónea». Pero ese ni siquiera es el fin del buen debate. Que un debatiente gane no implica que su postura sea necesariamente la mejor: posiblemente solo se preparó más o tiene más habilidades retóricas que el otro.
El debate, a pesar de que es una contienda, no tiene como fin último que el ganador destace al perdedor, sino que, en ese intercambio y contraste de ideas, los espectadores aprendan más sobre ambas posturas, cada uno persuadiendo al auditorio con sus argumentos. Eso simplemente no ocurrió, y no ocurre porque este formato de «talk-show» no sólo no permitió el intercambio de buenos argumentos, sino porque ese formato como tal es una profunda degeneración de lo que un buen debate debería de ser.
Ello no significa que los buenos debates no puedan ser apasionados. Lo pueden ser y en muchos casos lo son, pero siempre el centro el debate es el argumento en sí y no la persona (o su intento por destruirla). Los buenos debatientes se respetan a sí mismos y respetan su capacidad intelectual aunque puedan incluso detestarse, por eso se preparan para poder contestar los argumentos que el contrincante da, algo que Gloria Álvarez, sobre todo, no hizo. El buen debatiente respeta a su rival y, sobre todo, respeta a su audiencia. Ni Laje ni Gloria parecen haber respetado a ninguno de ambos.
El famoso debate entre Michel Foucault y Noam Chomsky es muy ilustrativo en este sentido. Podemo estar o no de acuerdo con sus ideas, pero siempre hay un respeto mutuo, no hay ataques personales, el argumento siempre es central y ni siquiera se preocupan por interrumpir al contrincante. Esperan, pacientemente, a su turno para así responder a lo que el otro dijo.
Ninguna de estas virtudes del buen debate se vio en el ejercicio llevado a cabo por los propagandistas como Agustín Laje y Gloria Álvarez. Vimos un ejercicio frívolo que sólo contribuye a la polarización políticas de nuestros tiempos y ante el reforzamiento de las burbujas ideológicas en las que los individuos estamos cada vez más metidos.
Este tipo de debates no abonan, de hecho creo que perjudican. El espectador no sale de ahí con más sabiduría, sólo refuerza sus diferencias y su idea sobre «lo despreciable que es el otro».
Es lamentable que la discusión política de nuestros tiempos consista en esto, en ídolos cuyo fin único es ideologizar a sus seguidores y destruir a su contrincante para cumplir dicho cometido.