Robar es moralmente malo. Se puede decir que moralmente la maldad es más grave que la incompetencia, ya que el primero obra con alevosía y ventaja y el segundo no conoce bien a bien las consecuencias de sus actos.
Sin embargo, cuando hablamos de efectos, el segundo puede tener efectos más perniciosos para la sociedad que gobierna que el primero.
El que roba sabe cuánto está robando, por lo cual puede medir el impacto de sus actos. Un político puede decir: voy a robar ocho millones de pesos y no ochenta ya que tratará de ser discreto. Si va a desfalcar el erario por completo, sabe que ello puede tener duras consecuencias y a partir de ello, decide si las asume.
El incompetente puede presumirse honesto (aunque poco hay de honesto en aquella persona que se sabe incompetente para su actividad y podemos calificar a esta deshonestidad como una forma de corrupción), pero el impacto económico puede llegar a ser mucho más grave ya que, al ser incompetente, toma decisiones cuyo impacto no conoce y no puede prever.
El incompetente actúa con los ojos vendados y dice: hagamos esta obra, construyamos este elefante blanco, imprimamos billetes, lo hace por capricho porque no tiene la capacidad de evaluar sus decisiones o, en el mejor de los casos, lo hace por intuición y por motivos meramente ideológicos (que vaya, actuar de forma ideológica no es malo, pero sí lo es cuando ello no se somete al filtro de la técnica y la evaluación).
Un político ladrón debe tener una moral terrible, una gran audacia y correr grandes riesgos para dejar a su gobierno completamente quebrado. El incompetente no, él incompetente sólo tiene que serlo.
Y lo peor es que, en ocasiones, el incompetente puede llegar a salir más o menos bien librado. La ley no lo va a perseguir por su incompetencia, puede presumir que no robó un centavo y que, al salir del poder, sigue viviendo una vida frugal y austera.