No, no vayan a malinterpretarme y creer que soy unos de esos pseudointelectuales que repiten a cada rato que «no entiendo como les gusta ver a once monitos perseguir un balón».
No me desagrada el futbol, de hecho me gusta. No soy ferviente seguidor del deporte pero sí de pronto me gusta ver y disfrutar a alguno que otro partido, pero la verdad es que desde hace varios años prácticamente no sigo el futbol mexicano porque me parece un espectáculo mediocre.
Si bien el futbol es una forma de entretenimiento, también es una suerte de manifestación cultural. Si queremos hablar de Guadalajara, su cultura y su historia no se pueden dejar de mencionar a las Chivas o al Atlas. Si queremos hablar de Barcelona (la ciudad), el Barça es una de las primeras cosas que se nos viene a la mente.
La gente le va a un equipo no solo porque juegue bonito (sobre todo en un futbol como el nuestro donde el desempeño de los equipos es tan cambiante) sino por un sentido de pertenencia, porque tal o cual equipo significa algo para los aficionados, sienten que son parte de algo que los representa. En Inglaterra los equipos suelen tienen un gran arraigo con los barrios a los que pertenecen (algunos tienen el nombre del barrio como el Chelsea), en México porque el Guadalajara representa la «mexicanidad», el América porque es el equipo ganador al que todos odian; los equipos pueden representar a x o y sector social, a tal o cual comunidad.
Y en un deporte como el futbol, lo menos que el aficionado espera de los equipos es que mantengan su arraigo, que no perviertan los valores que representan, que las normas y reglas bajo las que compiten los distintos equipos sean justas ya que, de otra forma, los logros o fracasos pierden legitimidad.
Y es este último párrafo el que explica por qué el futbol mexicano está sumido en la mediocridad. Hoy escuché que el Morelia, un equipo de mucho arraigo en su ciudad (del mismo nombre) de buenas a primeras se iba a ir a Mazatlán por meros intereses comerciales. En plena cuarentena muchos aficionados salieron a manifestarse en las calles porque no querían que les arrebataran a su equipo que ha competido en la primera división por décadas.
Pero no solo es eso: hace unas semanas escuchaba que de forma arbitraria quitarían el ascenso por unos años, que harían todo un desorden con la liga de ascenso (que ni terminé de comprender bien), todo lo cual está movido por intereses que poco tienen que ver con el deporte. No es que no haya intereses comerciales detrás porque evidentemente el futbol es un negocio, pero vaya, hasta los nuevos jeques árabes que compran equipos en Inglaterra tienen la precaución de respetar la identidad y el arraigo de sus equipos, y tampoco es como que las ligas más competitivas cambien las reglas de buenas a primeras y sin explicación alguna.
¿Resultado? El futbol mexicano nunca se ha jactado de un gran nivel (tampoco es que sea pésimo), a pesar que hablamos de uno de los países donde más personas practican el futbol y donde más arraigo tiene. La selección con trabajos está dentro de las 20 mejores del mundo, la liga anda por las mismas: su nivel anda generalmente un poco por debajo de las ligas argentinas y brasileñas y mucho más abajo que las principales ligas europeas. México en teoría debería tener mucha materia prima para tener una liga más competitiva y una selección que de vez en cuando estuviera llegando a cuartos de final o semifinales de un mundial.
A pesar de su mediocridad la gente la sigue, no porque sea necesariamente conformista sino por esa «identificación» con los equipos. La gente la sigue porque no hay «otra liga», porque ser chiva o ser águila significa algo, tiene que ver con la cultura, las costumbres y el sentimiento de pertenencia. Pero la corrupción es tal que ni eso le respetan a los aficionados: «tu equipo podrá significar algo o será parte de la cultura de tu ciudad pero, en una de esas, puedo moverte la franquicia a otro lado. Es más, si tu equipo asciende con tanto sudor y sangre, se me puede ocurrir llevarlo a otra ciudad».
Y cuando pasa esto el futbol pierde seriedad, se convierte en una burla a los mismos aficionados que ya se habían identificado con su equipo. Se convierte en una burla porque luego el aficionado se da cuenta de que las reglas que sostienen a la competición son arbitrarias y no son necesariamente justas, pero a la vez se rehusa a dejarlo porque no hay espectáculo que supla aquellas necesidades que satisface con la afición a algún equipo de futbol.
Irónicamente, todo esto también es, a la vez, un reflejo de la cultura mexicana, lo cual se ve también reflejado en las mismas autoridades, el gobierno y la sociedad misma. Sí, por un lado está ese mexicano luchón que no se raja (como bien diría Octavio Paz), como decimos que México no se raja en los mundiales; pero también está aquel improvisado, al que le cuesta trabajo construir instituciones sólidas y confiables, aquel que es poco respetuoso de su propio entorno y del prójimo, todo un individualista en el mal sentido de la palabra.