Nos prometieron un cambio de régimen.
Hasta se autodenominaron, en un acto de arrogancia, «la cuarta transformación» (las minúsculas son deliberadas), pero nos están entregando un desastre. Un desastre tanto desde los ojos de la izquierda como de la derecha.
Dijeron que el país iba a sacudirse, pero hasta para sacudir el país se necesita pericia que es lo que este gobierno, hasta la fecha el peor que jamás haya vivido (y vaya que he visto malitos como el del sexenio pasado), ha mantenido completamente ausente.
Si bien las encuestas de popularidad no necesariamente reflejan qué tan bien está gobernando un presidente, en este caso sí se puede percibir una progresiva decepción de cada vez más decepcionados quienes, asombrados, ven cómo el presidente es capaz de tomar las posturas más irracionales y egoístas.
Al día de hoy, según consulta Mitofsky, López Obrador solo tiene el 51% de popularidad, un número todavía muy alto y condescendiente para la calidad de su desempeño como Presidente de la República, pero que visto desde otra perspectiva, habla de una continua caída y una progresiva decepción del electorado que lo apoyó.
El gobierno de López Obrador ha sido un desastre en gran medida porque el propio AMLO imaginó un proyecto cuasiutópico, poco fundamentado (al grado en que creyó que acabaría con la corrupción en 6 años), basado en rancios principios morales y una visión distorsionada de la realidad y la condición humana, y del cual no se ha despegado en lo más mínimo. López Obrador cree que su proyecto puede embonar con la realidad cuando la realidad misma una y otra vez le dice que está loco, pero luego pareciera que AMLO, al sentirse ofendido por la realidad misma, trata de introducirle su proyecto casi como por venganza, lastimándola.
Basta ver las reacciones de López Obrador ante los feminicidios y ante el coronavirus: ¡Son los mismos lugares comunes! Las estampitas, la moral el pueblo bueno y demás. Su conocimiento de las problemáticas que han marcado este inicio de año son nulos y no ha tenido la más mínima intención de conocer algo de ello, por eso recurre al mismo discurso tan estrecho de miras, hasta es capaz de decirle a una reportera que perdone a su agresor quien estaba también presente en la mañanera y les pide que se arreglen entre ellos.
López Obrador está tan desconectado de la realidad que tiene la ocurrencia de cancelar una inversión (que ya tenía todos los permisos) mediante una consulta popular: no muchos tienen la ocurrencia de generar mayor incertidumbre cuando es certidumbre la que se requiere para hacer frente a una crisis global. López Obrador genera una profunda desconfianza al punto que Nicolás Maduro, con el cual lo compararon para asustar a la gente, ha adoptado una postura más responsable. La gente cree que el gobierno le está mintiendo y hasta es incapaz de reconocer las cosas que las instituciones sí hacen bien (mérito de los funcionarios encargados de la contingencia y no de López Obrador que ha sido un estorbo para estos esfuerzos). Gran parte de la gente asume, y con razón, que AMLO no es una persona de fiar para saber qué hacer en esta crisis.
Lo peor para López Obrador todavía no llega. Su actitud irresponsable ante la contingencia del coronavirus ha decepcionado a varios, pero más se notará en las encuestas cuando la gente se empiece a preocupar más al ver que el número de fallecidos se cuentan por decenas o centenas y le cobren la factura a él y, sobre todo, cuando la crisis económica se haga sentir en la gente (ciertamente explicada en gran parte por factores globales y de la misma pandemia pero agravada por los errores de López Obrador), porque no es lo mismo decir que las cosas van mal o ver con números que las cosas van mal que sentir en la vida cotidiana que las cosas van mal. No sobra decir que la crisis también se la van a facturar a él.
Con el tiempo, López Obrador se ha vuelto más rígido y predecible, y conforme más se desgaste, producto de esta naturaleza necia, cometerá más errores. Toda su cosmovisión gira en base a escasos y pobres conceptos bajo los cuales cree que puede explicarse el ejercicio del gobierno. Parece que se refugia en ellos como mecanismo de defensa ante el vendaval de realidad que le cae encima, y de paso, para no dejar quebrar su ego acusa a la realidad misma de ser «una creación de los conservadores».
López Obrador ha perdido el control de la agenda. Las feministas se la arrebataron y ahora, en la contingencia, ha dejado un profundo vacío de liderazgo. Otros políticos como Enrique Alfaro, gobernador de Jalisco, han levantado la mano para hacer lo que AMLO no está dispuesto a hacer: fungir como una suerte de liderazgo en el cual la gente confíe para hacer frente al COVID19. Incluso el día de hoy, Ricardo Anaya, un hombre gris y que despierta pocas pasiones, es capaz de mandar un mensaje que genera mucha más credibilidad que el propio presidente. Esa oposición tan chata, visceral y hasta ahora irrelevante, al menos como que ya le ha estado encontrando el modo reforzando la idea de que López Obrador no está haciendo nada, aunque el oportunismo huela a miles de kilómetros.
Esa displicencia, esa mediocridad y ese dejar pasar ha destruido la imagen que muchos tenían de AMLO como líder moral. Se le percibe como un hombre egoísta, irresponsable, que no cree en la ciencia, que tiene un ego tan grande que cree que basta decir cualquier cosa para que los demás lo sigan. Cada vez más cercanos, como Alfredo Jalife, aquel médico conspiranoico, se le han ido a la yugular. Al final, el deseo de supervivencia siempre tendrá mayor peso que cualquier relato y entre salvarse de la amenaza y el presidente que les dice que no pase nada y que compren su boleto para ganarse el avión. Hasta el menos sensato se irá por lo primero.
Mientras tanto, los influencers orgánicos de López Obrador han tratado de defender (algunos de una forma un tanto forzada) esa «figura moral» que se les deshace en sus manos, ese proyecto en el que tanto creyeron y que se les hace humo frente a sus narices. John Ackerman tiene el atrevimiento de decir que AMLO es un científico, para sorpresa de aquellas mismas personas que guardaban cierta simpatía con el presidente como Sabina Berman o Julio Astillero. Hasta la misma defensa deja entrever cierto titubeo entre quienes habían fungido como «parte del cambio». Algunos como que titubean con la idea de que el cambio no va a ocurrir y, de continuar las cosas igual, no mucho falta para que algunos empiecen a abandonar el barco.
López Obrador quiso hacer historia, hasta con el término de la «cuarta transformación» quiso hacer un juicio anticipado de su gestión. Hoy está al borde del precipicio, de convertirse en una de las más grandes decepciones de la historia moderna de México.
Tal vez este sea el principio del fin, de una 4T que no fue.