Veo, con un poco de preocupación, que se recurra cada vez más a ese vicio de pedir al gobierno o a las autoridades pedir silenciar a aquellas personas que expresan algo que se considere ofensivo (lo sea o no).
Que si x persona se burló del baile feminista, que si aquella persona criticó a otra cultura o que el gobierno no debe dejar entrar a Agustín Laje (por más nefasto se me haga el tipo). ¿Qué no se puede defender uno o una?
El problema es que, a la larga, quienes pierden más son precisamente aquellos sectores que quieren integrarse a la sociedad y ser vistos como iguales. ¿Por qué?
1) Porque pedirle al gobierno que me defienda es opuesto al espíritu de empoderamiento y corre el riesgo de establecer una relación de paternalismo y codependencia entre individuo y Estado. Al hacer eso, el individuo no se está empoderando, está empoderando al Estado de quien se está haciendo dependiente.
2) Porque el exceso de corrección política sólo genera gente hipócrita: gente que en su fuero interno tiene prejuicios pero no los expresa, gente que hace como que te tolera pero para la cual eres una patada en los huevos porque al pedirle que no hable, gente que solo termina reforzando más su postura y basta con que encuentre una válvula de escape para soltar todo. Energías y tiempo que se podrían usar en empoderar realmente a las minorías y mostrarle al mundo que valen y se merecen su lugar, se gastan en sobreprotección.
3) Porque en la práctica ello hace poco o nada para cambiar los paradigmas y combatir prejuicios contra dichas personas. Peor aún, aquello que está prohibido se vuelve atractivo, no solo para quienes disienten, sino también para quienes guardan serios prejuicios en contra de algún sector de la población. Así, el acto de discriminación corre el riesgo de convertirse en un acto de rebeldía: «soy rebelde por decir que los negros son inferiores o por decir que las mujeres deben quedarse en la cocina».
4) Porque en un mundo tan interconectado, la censura es contraproducente. Incluso aquellas personas que realmente guardan prejuicios aprovechan la situación para empoderarse y legitimar su discurso. Así se crea un círculo vicioso: las voces antagónicas y discursos reales de odio crecen y se le pide aún más ayuda al Estado que absorbe el empoderamiento que debería ser propio de las mismas minorías.
Conclusión: El gobierno sólo debe intervenir en aquellos casos donde la integridad de alguien esté en peligro producto del discurso de odio a un sector de la población. Dejarle la tarea al gobierno una chamba que debe ser de la sociedad y los activistas mismos solo termina dando más poder a aquel. Porque empoderarse implica ser independiente, valerse por sí mismo para colocarse en el centro y no en la periferia y, de esa forma, exigir su lugar dentro de la sociedad.