Este primero de diciembre López Obrador cumple su primer año en el poder, y las cosas no andan bien. No es la «Venezuela chavista» que presagió la oposición ni vamos «rumbo al comunismo», pero sí tenemos un gobierno errático e improvisado con algunas pulsiones autoritarias de las cuales hay que estar alertas.
Nos prometieron una Cuarta Transformación, pero más que una ruptura, esto parece más un tímido retorno al pasado bajo el cual se entienden muchos de los vicios políticos del presente. La ruptura es más de discurso, de retórica y de cambio de élites.
Pero también es cierto que este nuevo régimen tiene sus peculiaridades y que tienen que ver con la particular visión de López Obrador que, en un gobierno casi sin contrapesos, puede imprimir su particular visión del mundo con más facilidad y soltura que cualquier otro presidente.
Si nos atenemos a la forma en que la politóloga italiana Nadia Urbinati describe al populismo, evidentemente López Obrador es uno: vemos un evidente debilitamiento de los contrapesos, el desdén por la pluralidad (los ataques a la prensa, o la forma en que etiqueta a sus adversarios) y un discurso polarizador donde dice representar a una mayoría (el pueblo) frente a una minoría. Sin embargo, tiene ciertas particularidades si lo contrastamos con aquellos populistas con los que lo han comparado. Por ejemplo, su gobierno busca mantener una macroeconomía estable y un servicio público austero (eso sí, con muchas torpezas en el proceso), algo que parece más cercano a las recomendaciones del Consenso de Washington que a la tradición de gasto y deuda propia del Cono Sur, casi como un «neoliberalismo improvisado».
A pesar de estas consideraciones, López Obrador adolece de aquello característico de muchas izquierdas (aunque su definición como izquierdista sea puesta en tela de juicio por más de uno) y es esa fricción entre el ser y el deber ser, o dicho de otra forma, entre la realidad y la idealización que AMLO hace de México, el cual piensa que puede ser limpiado de corrupción en 6 años y que basta con ahorrar dinero del servicio público para tener las arcas con el dinero suficiente para impulsar programas sociales y demás. En ese forzar lo real para que se parezca a lo ideal, AMLO ha cometido errores como ignorar cualquier criterio técnico y la rigurosidad a la hora de crear políticas públicas.
Ante la falta de resultados, o al menos, los que esperaría obtener (comprendiendo que la expectativa que López Obrador tiene de su gobierno es alta), AMLO se refugia en su narrativa, porque es lo que le da fuerza y cohesión a su movimiento. Celebrará por cuarta vez su triunfo en el Zócalo, como para hacer que los suyos no pierdan las esperanzas; publica libros, da informes, pero la excesiva insistencia en los símbolos parecieran sugerir que el mismo López Obrador no está satisfecho con el rumbo de las cosas.
¿Aciertos? Sí los hay: el alza al salario mínimo, la libertad sindical, la norma 035 y algunos otros que se me olvidan. Pero posiblemente queden opacados por una gran cantidad de desaciertos: por la creciente inseguridad, por la economía estancada, por el deterioro de la institucionalidad o la incertidumbre que este gobierno genera. A un año la popularidad de López Obrador sigue siendo alta, pero el declive es palpable. Es cierto que dicho declive es natural en los mandatarios que llegan con índices de aprobación muy alta producto de las altas expectativas, pero lo novedoso aquí es que el propio presidente se ha puesto él mismo expectativas muy altas sobre lo que su gobierno debe de ser:
López Obrador es un personaje que desea pasar a los anales de la historia (el término «Cuarta Transformación» no es gratuito) y su épica heroica incluye ese México ideal, libre de corrupción y justo con el que sueña ¿Qué va a pasar cuando esa fricción con la realidad se vuelva más evidente? ¿Qué pasará cuando vea que ese México ideal con el que soñó y que lo vistió de héroe se aleje cada vez más de sus ojos? ¿Se conformará, arrojándose al México real, con hacer un gobierno aceptable? ¿Se desesperará y comenzará a cometer muchos errores que se conviertan en una bola de nieve? ¿Querrá extender su mandato y se aferrará al poder para ver si con uno más logra crear ese México? No lo sabemos.
Una de las promesas de este gobierno fue separar el poder económico del poder político, pero parece que está recreando el mero génesis a partir del cual surgió ese problema que tanto gusta López Obrador denunciar: vemos, en una recreación de las relaciones cupulares entre gobierno y empresa, a Carlos Slim colaborando muy de cerca del presidente López Obrador y hablando maravillas de su presidencia. En la práctica no pareciera existir esa separación, sino una distinción entre los empresarios que colaboran y aquellos que se oponen. AMLO no es anticapitalista ni parece que vaya a expropiar empresas, pero su forma de concebir la política es muy propensa a construir un nuevo «capitalismo de cuates».
Lo mismo ocurre cuando habla de representar al pueblo (ese que había quedado relegado e ignorado) y a sus más nobles causas. Dice darles voz, pero en realidad López Obrador solo lo utiliza para acumular poder porque es el que le da legitimidad. Basta ver las consultas a modo y fuera de toda legalidad donde hace sentir al pueblo que toma decisiones pero que están organizadas de tal forma que gane la opción que tanto interesa al Presidente de la República. Al igual que con el PRI, este gobierno acarrea gente a sus mítines, les da «Boings», tortas y Frutsis como hacía el gobierno de Peña Nieto el sexenio pasado.
La distinción de «pueblo bueno» está íntimamente relacionada con la postura que alguien tiene hacia su gobierno. Así, Javier Sicilia, quien quiso asumirse como crítico, mereció el desprecio de López Obrador y fue excluído dentro de esa «lista» del pueblo bueno que tiene una gran cantidad de reservas morales. Hace lo mismo con la prensa: solo es válida la que secunda las decisiones de su gobierno mientras que manda al ostracismo a la opositora asegurando que siempre debe haber algún interés detrás de quien critica. No se trata de la construcción de un México nuevo, sino uno que, sin necesidad de renegar de los vicios y defectos políticos, gire en torno a él.
En resumen, dentro de esta transformación no hay un real tránsito hacia un nuevo México más libre y más justo, sino sólo un cambio de élites. Acierta Urbinati (basándose en el trabajo de Gramsci) cuando dice que si bien el populismo comienza con un fenómeno de descontento de masas y participación política, es al final una estrategia política de transformación de élites y de la creación de una nueva autoridad. Básicamente lo que estamos viendo es el establecimiento de una nueva élite política a la que se suman varios sectores (desde sindicales hasta empresariales) y donde, a pesar del discurso puritano del Presidente, caben políticos corruptos como Manuel Bartlett y Carlos Lomelí.
En el primer año las cosas no han cambiado mucho, las formas y las narrativas han cambiado más que el fondo. Tenemos un líder populista que echa mano de muchos de los vicios de la política mexicana para ejercer el poder. No terminará por ser un Chávez seguramente ni creo que terminemos haciendo filas para comprar el pan, pero tampoco es como que su gobierno pinte muy bien y sí hay rasgos preocupantes, sobre todo aquellos que tienen que ver con el deterioro institucional y la inseguridad.
Para finalizar, la oposición también ha hecho su mérito para que los contrapesos no existan. Tenemos una oposición muy acomodaticia, mediocre y tímida que no ha entendido por qué fueron votados del poder. Siguen operando desde la misma lógica bajo la cual su legitimidad se vino desgastando, y en muchas ocasiones no hacen nada más que fortalecer la narrativa de este gobierno. Si López Obrador debería irse decepcionado de su primer año, la oposición debería irse con la misma frustración de ser una fuerza prácticamente irrelevante.