La religiosidad latinoamericana es una muy particular:
Importamos el catolicismo de Europa (bueno, más bien los españoles nos la «importaron») y naturalmente la forma en que la religión se manifestó no podía estar exenta del contexto colonialista en el que se implantó la fe católica.
En nuestra porción de continente crecimos con esta idea muy marcada del «pide y se te dará» a diferencia de lo que ocurría con la religiosidad en Estados Unidos y lo que ahora es Canadá. Esa dinámica rememora un poco a aquella que los romanos sostenían con los dioses y que San Agustín de Hipona aborrecía (aunque no era exactamente igual): en aquel entonces había un dios para cada necesidad terrenal, así como en nuestra región se acostumbra mucho a rezar a los santos para pedir trabajo o pedir salud, aunque evidentemente la primera sin esa trascendentalidad de la fe religiosa que tiene la última: la idea de la salvación.
La cuestión es sea: los pueblos latinoamericanos hemos estado acostumbrados a la idea de pedir a un ser superior que resuelva nuestros problemas. Y así como en los albores de la Ilustración el Estado no rechazó por completo las formas religiosas sino que las adaptó de alguna u otra forma en una realidad laica y más terrenal, esta idea del «pide y se te dará» también se trasladó al Estado en nuestra región.
El Estado en México y en casi toda Latinoamérica se presentó como uno paternalista, y con base a ese rol construyó el tejido social. Paradójico que ese paternalismo coexistiera con altísimos índices de desigualdad y poco hiciera para reducirlos (y si lo llegase a hacer, lo hace a costa del aparato productivo). Tal vez esa relación vertical entre gobernantes y gobernados explique en parte la incapacidad de los países de nuestra orbe para construir instituciones sólidas. La debilidad institucional, en parte, explica esa profunda desigualdad que coexiste con el paternalismo: la incapacidad del Estado de cobrar impuestos, su dependencia de los recursos naturales. A diferencia de Europa e incluso de Estados Unidos, la desigualdad permanece prácticamente igual antes de impuestos y después de impuestos.
Si el rol de la religión católica con el Estado en la Edad Media (que no estaban completamente unidos y fungían como una suerte de contrapeso) fue un claro antecedente que, después diversos procesos históricos, derivó en la división de poderes y el Estado de derecho, la particular religiosidad en América Latina derivó en algo no muy parecido y que se conflictúa con el Estado de derecho mismo: el Estado paternalista.
No es casualidad el surgimiento de los liderazgos populistas en América Latina más que en ninguna otra orbe. La primera ola (Juan Domingo Perón, Getulio Vargas y demás) tenían tanto elementos socialistas, como conservadoras e incluso algunas connotaciones fascistas, pero claramente determinados por el paternalismo. La segunda ola (Chávez y los suyos) con una retórica más socialista (en gran medida por su relación con Cuba), pero en la práctica no muy distintos a los de la primera ola. Pero incluso muchos gobiernos no populistas y que fueron un poco más institucionales dentro de lo que cabe (Lázaro Cárdenas y el PRI en general) mantuvieron una relación paternal con los gobernados.
Cuando López Obrador dice que su gobierno es cristiano (casi equiparándose con Jesucristo), apela más bien a este cristianismo típico de América Latina, donde un líder salvador vendrá al rescate de su pueblo. Aunque parezca contradictorio y paradójico dado que se considera que es la izquierda la que más pugna por la separación entre Iglesia y Estado, la izquierda latinoamericana siempre ha estado bañada de una fuerte dosis de cristianismo. En muchos casos, los líderes renegaban de ello, así como las primeras repúblicas europeas lo hacían a la vez que importaban muchas de sus formas.
López Obrador simplemente quita ese velo bajo el cual se niega cualquier influencia cristiana de forma explícita (aunque se mantiene de forma tácita) y revela a la tradición del cual él forma parte tal y como es. Retorna a los símbolos cristianos muy latinoamericanos haciéndolos explícitos, habla de los mandamientos, de «pecados sociales», hace analogías de su gobierno con el cristianismo. Su religiosidad no es una de élites, sino con una más de pueblo, no tan parecida a la de aquel joven que estudia en una escuela del Opus Dei sino al de aquel que todos los años participa en la peregrinación de la Virgen de Guadalupe o la Virgen de Zapopan.
No es descabellado imaginar a López Obrador como un líder parroquial, no es casualidad que su partido tenga como nombre MORENA (la morenita). López Obrador se ha sumado a esa izquierda cuasirreligiosa, esa que está tan arraigada en nuestro continente y sigue siendo parte de nuestra cultura, pero que, para efectos prácticos, se ha convertido un problema a la hora de construir instituciones sólidas y a la hora de tratar de consolidar una democracia liberal como la que presumen gran parte de los países desarrollados.