No es poco común que se diga que el 15 de septiembre «no hay nada que festejar». Llevamos varios años diciéndolo y parece que se ha convertido en un mantra.
Sin embargo, festejamos.
Ya sea por el desmadre, ya sea porque al final uno quiere recordar al país en el que vive; pero, a pesar de los dichos, no es como que la tradición del Grito de Independencia esté en una profunda decadencia. De hecho, en vez de negarlos, se hace uso de los mismos símbolos para criticar a un gobierno a una régimen. El individuo no va al Zócalo o a la plaza principal porque el presidente, gobernador o alcalde en turno no lo representa, pero ello no significa que no celebre. Es un castigo al régimen, no al orgullo mexicano.
Pero ahí estarán los restaurantes y bares anunciando promociones para llenar sus establecimientos adornados con banderas tricolores y hacer un buen negocio. Otros saldrán de vacaciones aprovechando el puente y celebrarán ahí en su destino turístico, porque la noche del 15 de septiembre no es cualquier noche.
Algunos otros, sin renegar del grito, dicen que México tiene pocas cosas para celebrar, y tal vez no estén equivocados. Nuestro país no es una nación llena de triunfos o momentos gloriosos (celebramos batallas ganadas que fueron parte de guerras perdidas), e incluso parte de nuestro ideario consiste en relatos victimizantes desde los cuales el mexicano no puede perdonar a los españoles por la conquista, o como aquellas agresiones estadounidenses que son contrastadas con hechos meramente simbólicos como ese momento en que Juan Escutia se habría arrojado por la bandera.
Pero al fin y al cabo nuestra nación tiene que tener una identidad, un relato que cohesione a nuestro país y que no lo condene a ser una mera formalidad ni reduzca la ciudadanía a un mero contrario obligatorio. Todas las naciones promueven relatos llenos de mitos y símbolos a través de la historia y la educación pública (y privada en muchas ocasiones) de tal forma que el individuo se identifique con el país que lo vio nacer. Ahí está Estados Unidos y sus Padres Fundadores, Francia y su Revolución. Dichos eventos, evidentemente edulcorados a propósito con el paso del tiempo, le dan a las naciones un rasgo ùnico que las identifican de las demás. Pero también recurren a otras cuestiones como tradiciones típicas, platillos de comida, bebidas, arte o música que están muy relacionadas con la nación en cuestión y que los hace únicos fuera de sus fronteras.
En estos tiempos posmodernos se muestra una tendencia a cuestionar y deconstruir dichos símbolos y significados (lo cual se vuelve evidente no solo en México en casi cualquier nación occidental). Se nos insiste que la historia que nos contaron no fue la que realmente aconteció, nos humanizan a los héroes despojándolos de su aura mitológico para mostrarlos tal cual individuos de carne y hueso, tan falibles e imperfectos como nosotros a través de los cuales intentan analizar la historia desde distintas perspectivas y con fines distintos a la procuración de un orgullo nacional.
Pero tampoco es como que esa deconstrucción de los símbolos y los mitos ponga en jaque a la identidad nacional. Es como un: sí, sabemos que la historia no fue como nos lo contaron, pero de todos modos hay que celebrarlo porque somos mexicanos. Entonces entendemos lo simbólico como un relato, que no necesariamente es una fiel recreación de la realidad, pero con todo ese reconocimiento le damos su valor porque es algo muy nuestro, porque son nuestros símbolos (más allá de que no los tomemos en sentido literal).
Podemos cuestionar muchas cosas sobre el Grito, sobre si Hidalgo realmente buscaba la independencia, sobre quiénes merecerían más crédito por los anales de la historia; pero al final respetamos a dichos personajes mitológicos, son muy nuestros, son muy mexicanos.
Nuestro país podrá ser imperfecto, podrá no ser una de las grandes naciones del concierto mundial y no necesariamente presume las mejores métricas de desarrollo. Pero a pesar de lo dicho hay una identidad, un amor por la tierra, por lo mexicano. Y muy posiblemente no haya indignación con el estado de las cosas que haga que el mexicano se desprenda por completo de sus símbolos, de lo que lo hace sentir único, de ese patriotismo (que no debe confundirse con aquel nacionalismo dogmático y xenófobo), de ese sentimiento de pertenencia, de esos colores de los que sabe forma parte, a pesar de todo.
Por ello, siempre habrá un 15 de septiembre para gritar ¡Viva México!