La elección del 2006 no fue una elección ejemplar: Fox intervino abiertamente en las elecciones en favor de Felipe Calderón (con quien luego se conflictuó) cuando las leyes dicen que un Presidente no podía hacerlo. Calderón le entregó la educación a Elba Esther Gordillo a cambio de los votos del sindicato de maestros, con todas las implicaciones que eso tuvo para la educación de los niños. Hubo acarreos, el PRI operó en favor de Calderón y ello se suma al desafuero de un año atrás que ciertamente era injusto y que naturalmente funcionó como antecedente para que AMLO y los suyos calificaron como fraude lo acontecido en estas elecciones. Es cierto que si alguna de estas cosas no hubiera pasado, AMLO habría ganado en el 2006.
Aunque si bien este tipo de actos distorsionan el proceso democrático, no constituyen por sí mismos un fraude electoral. Para que una elección sea calificada como fraude, el número de votos registrados tendría que tener una discrepancia, producto de una manipulación, con el número de votos realmente emitidos. Y no pudieron probar que existiera alguna manipulación del número de votos que fueron emitidos. Los observadores internacionales calificaron las elecciones como limpias.
Irregularidades como las que ocurrieron en el 2006, ocurrieron también en el 2012 (amén de toda la campaña de acarreo de Peña Nieto) y en el 2018, donde si bien MORENA no fue quien cometió más irregularidades ni se destacó por cometerlas, sí fue la mayor beneficiaria de ellas. Tampoco es como que el PRD (entonces el partido en el que militaba AMLO) hiciera demasiado en las reformas electorales subsiguientes para evitar este tipo de problemas (las cuales se limitaron a evitar que alguien ajeno a los partidos políticos hicieran propaganda, o que ya no se pudiera llevar a cabo guerra sucia en contra de un candidato). El 2018 demostró que la izquierda no hizo mucho para que aquello que ocurrió en el 2006 fuera causalidad de nulidad de una elección, ya que en el 2018 ellos se beneficiaron de actos muy parecidos perpetrados por el PRI.
Ni AMLO ni MORENA dijeron nada sobre la intervención del gobierno de Enrique Peña Nieto vía la entonces PGR (acto que luego fue señalado por el tribunal) para afectar a Ricardo Anaya, donde el gran beneficiario fue López Obrador, ya que Anaya se encontraba en segundo lugar (ciertamente algo lejano, y quien aún sin dicha intervención difícilmente habría ganado). El pejismo nada hizo para reclamar esta tropelía que era todavía más agresiva que lo ocurrido en el 2006, ya que aquí hubo un uso directo de una institución para incidir en el resultado electoral.
Irónicamente, en la toma de protesta AMLO agradeció a Peña por no haber intervenido en las elecciones, cosa que fue absolutamente falsa. Más irónico es que en sus filas tengan a Manuel Bartlett, el ejecutor del fraude del 1988, y quien está a cargo de la CFE.
Con todo esto, el gobierno de AMLO rememora aquello que dicen que fue el gran fraude como uno de los días más oscuros de la historia mexicana para abonarlo como relato al simbolismo cuartotransformador, como si su llegada al poder no fuera siquiera suficiente como para sobreponerse a ese resentimiento que seguía ahí.