Ser un líder de opinión es una gran responsabilidad. Incluso lo es para quienes no tenemos todavía grandes auditorios ni quienes somos parte del mainstream.
El término «líder de opinión» lleva implícita esa responsabilidad. El ser líder de opinión implica que hay gente que te lee, que a través de tu pluma (o más bien el teclado) logras influir en otras personas, les ayudas a formarse una opinión sobre lo público o lo político.
Eso no es cualquier cosa, incluso si apenas son decenas o centenas de personas sobre las que influyes. Aquello que dices tiene un impacto.
La cuestión es que existen muchas tentaciones para los líderes de opinión, ya que una simple pluma se puede convertir en un instrumento de poder y el ejercer ese poder sobre una determinada cantidad de personas genera diversos beneficios que van desde la posibilidad de alimentar al ego hasta aquellos de índole económica: así, el líder de opinión se sentirá muy contento si es invitado a escribir u opinar en espacios más grandes, diarios más importantes o programas de televisión.
Buscar ello no es malo en lo absoluto en tanto no atente contra su honestidad o congruencia, porque los líderes de opinión se pueden ver enfrentados a un dilema: podrán encontrarse con un escenario en el cual no decir lo que piensan y decir más bien lo que la gente quiere escuchar les puede traer más seguidores y tal vez más espacios que si se decide opinar de acuerdo con lo que se piensa.
El buen líder de opinión no cae en esa tentación. Un buen líder, porque al final estamos hablando de liderazgo, crea nuevos líderes, no meros seguidores a lo que les da lo que quieren. El buen líder sabe que es posible que una que otra persona de su público se llegará a molestar o contrariar con una opinión que quiere comunicar. El mal líder se abstiene de ello porque la congruencia le estorba, porque se preocupa más por el número de seguidores que tiene que por decir lo que piensa y ser honesto con su audiencia. El buen líder asume las consecuencias.
Y esto que mencioné representa los casos más cotidianos, aquellos que no son tan evidentes. Porque tenemos a quienes se dicen ser líderes de opinión y están dispuestos a venderse al mejor postor. Ese cheque de un gobierno o de un partido político que contiene algunos ceros en sus cifras pulveriza el espíritu crítico de quien se ostentaba como líder de opinión para convertirlo en un engranaje de una maquinaria de poder político a través del cual éste último busca incidir en la opinión pública para moldearla de tal forma que, a través de ella, logre mantener o aumentar su poder.
El líder de opinión tiene entonces una responsabilidad muy grande no solo con su público sino con la sociedad. Puede permitirse ser subjetivo y analizar las cosas desde su particular punto de vista en el entendido de que los hombres somos animales políticos que construimos nuestra realidad y la percepción que tenemos de ella, en gran parte mediante nuestras experiencias, la educación, el entorno e incluso factores mayormente heredados como el temperamento.
Pero el buen líder, dentro de esa subjetividad, está llamado a ser honesto, a comunicar aquello que él realmente percibe y piensa. También está llamado a ser crítico consigo mismo, a tener la capacidad de cuestionar los paradigmas sobre los cuales opera y a dar por sentado que no siempre va a tener la razón. El líder de opinión, entonces, debe sumergirse en un continuo aprendizaje, debe siempre seguir leyendo, debe comparar, contrastar con los demás, debe tener una mente abierta y la capacidad de escuchar a aquellos que no opinan igual que él.
El buen líder sabe que no solo se trata de ejercer influencia sobre la sociedad, sino de contribuir positivamente a ella.