Aunque no lo parezca a ojos de muchos, los presidentes suelen preocuparse por el juicio que la historia hará de ellos. Ya una vez fuera del poder, les importa que se les recuerde de la mejor forma, que allá en la calle se diga que fue un buen Presidente de la República, o al menos, uno decente.
Para un presidente, el juicio de la historia adquiere una connotación más personal porque ésta puede influir en el concepto que tiene de sí mismo; la presidencia es el punto más alto del sujeto en cuestión, un punto al que solo uno de cada más de cien millones de mexicanos tiene el privilegio de llegar. No creo, en lo particular, que un presidente termine de sentirse contento cuando en la calle es recordado como un inepto, un cobarde o un bufón, y menos aún si este juicio llega a adquirir tintes míticos.
El juicio de la historia, a diferencia de casi todo lo demás, no se puede comprar. Menos en un país donde ya existe cierta libertad de expresión y donde la discusión pública ya no puede ser controlada por los órganos de gobierno, menos aún cuando ya no se está en el poder. Si el juicio de la historia es negativo, el Presidente podrá, a lo sumo, contentarse con el hecho de que una minúscula porción de la población lo consideró un buen presidente, pero no podrá engañarse cuando el juicio abarca a la mayoría de la población.
Y por supuesto que Peña Nieto no es ajeno a esta preocupación. De hecho, una vez que López Obrador ganó la elección, su actuar ha ido en función de intentar, hasta donde le sea posible, que el juicio histórico no sea tan implacable con él. Seguramente este es uno de los motivos que motivó a Peña Nieto a fomentar una tersa transición entre su presidencia y la de AMLO. Seguramente Peña Nieto piensa que al facilitarle todo al Presidente Electo, quien en estos momentos goza de una gran popularidad, podría reducir un poco sus negativos. Las palabras de AMLO agradeciendo a Peña Nieto por no meterse en el proceso electoral, como si eso lo hiciera un gran demócrata, caen muy bien al mexiquense. Los seguidores de AMLO podrían pensar que «al menos Peña no estorbó, no puso el pie, tuvo la voluntad política de permitir que llegara AMLO a hacer el cambio que México necesita».
Los spots del sexto informe también van en este sentido. No falta a la verdad Diego Petersen cuando dice que, con excepción de Zedillo, todos los presidentes han llegado desgastados a su último informe. Pero, aún con este desgaste, los otros mandatarios al menos podían darse el lujo de presumir un bono de aprobación decente. Felipe Calderón al menos podía sentirse querido por la mitad de la población, y si bien hay fantasmas que caen sobre su administración, sobre todo la de la guerra contra el narco, no hubo un juicio implacable de la historia en su contra. Incluso la presencia de Peña Nieto en la arena política matizó un poco el concepto en el que lo tenían sus adversarios.
A pesar de ese desgaste, tal vez ni Calderón o Fox estaban tan preocupados por el juicio de la historia porque sabían que ésta al menos iba a compadecerse con ellos; que si bien no todos, varios mexicanos sí iban a reconocer sus aciertos. Pero Peña Nieto sabe que el juicio de la historia no tendrá piedad sobre él, que ni las reformas son razón suficiente para atenuar ese halo de indignación que se formó hacia su persona por los casos de corrupción, por los conflictos de interés, por las olas de inseguridad, y por la debilidad constante de su mandato.
Por eso no le queda de otra que utilizar el aparato de propaganda del gobierno por medio de spots que se repiten una y otra vez para convencernos de que no fue un presidente tan malo. En ellos toca alguno de los temas más complicados, pide disculpas pero no perdón. Para él, todo fue un problema de imprudencia y comunicación, no de falta de honorabilidad ni de engaño: «cuando invité a Trump subestimé el encono de la gente», «me equivoqué al decirle a mi esposa que ella diera la cara con respecto a la casa blanca, debí hacerlo yo, pero no hubo nada ilegal ni hubo nada malo». Cree que las formas bastan, cree que una cara de arrepentimiento es suficiente cuando no está dispuesto a reconocer sus errores y agravios más profundos.
Pero esta «campaña» para ganarse a «la historia» es inocua, no tiene fondo, y se ve fácilmente rebasada por otros escándalos producto de su gestión, como la liberación de Elba Esther Gordillo; e incluso se ve rebasada por actos tan frívolos como la invitación que las hijas de Peña Nieto hicieron a Los Pinos al tatuador más importante de Hollywood.
Parece que Peña Nieto no se ha dado cuenta de que desde hace algunos años su palabra ya no tiene valor alguno y que no podrá hacer nada en contra del juicio de la historia, con el cual tan solo disentirán los priístas de hueso colorado.