En las elecciones que acaban de pasar la mayoría de los jaliscienses votaron por Enrique Alfaro como Gobernador de Jalisco. Una de las motivaciones de mi voto fue que no llegara Carlos Lomelí, el candidato de MORENA, quien tiene una larga cola que me pisen. Me preguntaba cómo es que López Obrador, quien dice que acabará con la corrupción y llevará a cabo la «cuarta transformación», había postulado a un personaje tan oscuro como él.
El electorado jalisciense había hablado: Enrique Alfaro había ganado la gobernatura, hasta ahí todo bien.
Pero luego resultó que Carlos Lomelí se convertiría en una suerte de «gobernador paralelo» que tendría acceso al presupuesto federal. Tendrá un poder tal que ya se puso a prometer la cuarta línea del Tren Ligero.
¿Entonces de qué sirvió que yo votara por Enrique Alfaro si su gobernatura va a estar muy acotada por «coordinador estatal»? ¿No es esa una afrenta en contra de la voluntad de nosotros los electores que expresamos nuestra voluntad en las urnas?
Uno de los argumentos para el establecimiento de estos coordinadores estatales es evitar que los gobernadores se comporten como caciques, tales como los Duarte o Padrés. La idea es que el gobierno de López Obrador tenga mayor control sobre los gobernadores y, a la vez, que pueda implementar sus políticas dentro de la gran mayoría de los estados en donde MORENA tendrá la mayoría de los congresos locales. Presidencialismo duro y puro.
Pero una cosa es acotar los excesos de los gobernadores y otra cosa es amarrarlos de las manos para que el Gobierno Federal pueda tener una gran injerencia sobre los estados. Muchos de los gobernadores se convertirán en meros accesorios quienes estarán condenados a tener un margen de maniobra muy limitado y los cuales no se podrán distanciar mucho de la voluntad que se dicte «desde el centro». De por sí, Enrique Alfaro, quien tendrá mayoría en el Congreso local, ya tendrá problemas al tener a Carlos Lomelí de contraparte (junto con su acceso al presupuesto federal); los que ni siquiera cuenten con eso se convertirán en suerte de gobernadores presenciales o simbólicos.
Si bien, algo tenía que hacerse para evitar los cacicazgos locales que surgieron a partir del fin del partido hegemónico, me parece incluso un tanto peligroso que el Gobierno Federal vaya a poder concentrar tanto poder al punto de decir qué es lo que se hace y qué es lo que no se hace en la mayoría de los estados. Pero peor aún, eso es una afrenta contra la voluntad de los electores quienes eligieron a un gobernador que, en algunos casos, terminará teniendo un papel meramente presencial, donde estará muy acotado por un Congreso al servicio del Presidente López Obrador.
Es paradójico que mientras que AMLO habla de descentralizar las secretarías esté haciendo lo contrario con el poder político, lo cual le quita una gran cantidad de soberanía a los estados, y lo que puede representar un retroceso de muchas décadas en un país al cual le ha costado mucho trabajo crear un sistema de gobierno realmente federativo.
López Obrador quiere resolver los problemas que aquejan al país como aprendió y como bien sabe: por medio de una forma de hacer política que ya había quedado anclada en el pasado, donde el Presidente maneja todos los hilos del poder desde el centro, donde se considera a la autonomía como una forma de perversión del poder.
Y el primer paso para ello fue no respetar la voluntad de nosotros los ciudadanos en las urnas, ya que nuestro voto amenaza en convertirse como algo meramente simbólico.