Dentro de un ambiente polarizado y lleno de emociones como el que genera esta elección que está movida mayormente por el encono y el hartazgo, y en menor proporción (pero de todos modos de un tamaño considerable) el miedo a un candidato, podemos correr el riesgo de ignorar muchas de las señales de los fenómenos que tenemos enfrente, de lo que se dice, de lo que se quiso decir. El sesgo de confirmación que a veces abunda en ambos lados de la trinchera no nos permite en muchas ocasiones hacer ese ejercicio que considero necesario para entender las causas y no sólo conocer los efectos superficiales de lo que ocurre en las campañas y con los candidatos.
Cuando el conflicto de López Obrador con los empresarios llegó a su punto álgido (y que ahora parece haberse tranquilizado ya que ambas partes parecen haber comprendido que sería una pérdida de tiempo y hasta nocivo tener una confrontación directa a estas alturas del juego) se tomaron dos posturas muy claras: por un lado, aquellos que defendieron a capa y espada a los empresarios, ya que dicen que ellos son los que generan empleos en tanto los políticos son poco menos que parásitos y peor aún cuando hablamos de un López Obrador a quien le gusta la confrontación. Luego están quienes (siguiendo el tono de López Obrador) perciben a algunas estas cúpulas empresariales como una especie de mafia que quiere preservar sus intereses y por lo cual buscan atacar al candidato que promete un cambio.
El problema es mucho más complejo que eso. Estoy convencido de que López Obrador cometió un error y un acto de poca tolerancia al señalar y lanzarse contra un grupo de los empresarios que no quieren que llegue a la presidencia (deseo legítimo mientras ello se mantenga en terreno legal y no distorsione la voluntad del electorado). No todos los empresarios a los que señaló se han hecho ricos al amparo del gobierno, ese no es el caso de Alejandro Ramírez de Cinépolis cuya familia ha forjado una cadena de salas de cines que tiene presencia hasta en la India. Naturalmente estas declaraciones calaron hondo en las organizaciones empresariales ya que, si bien es cierto que AMLO no se lanzó contra todos los empresarios, puso a algunos dentro de una canasta donde no merecen estar. Naturalmente, declaraciones como esas van a molestar, cuando menos, a quienes han creado sus empresas con el sudor de su frente.
Pero más allá de estos errores y arbitrariedades que López Obrador ha cometido, se ha olvidado un argumento en el que el tabasqueño sí acierta y es que dice que se debe independizar el sector empresarial del gobierno. Es decir, que los empresarios creen su riqueza por medio de su trabajo y el talento y no por medio de los privilegios que el gobierno les da.
Es importante mencionarlo porque la independencia de ambos sectores (que no implica que no tengan canales de comunicación sino que no se involucren en conflictos de interés) es clave cuando hablamos de la construcción de un Estado de derecho sólido. En una sociedad democrática y justa, una persona sólo puede ser privilegiada por su posición dentro del ámbito en que se desenvuelve. Así, sus beneficios son producto del mérito y no del influyentismo: un gran empresario puede ser millonario producto de su trabajo y esfuerzo, pero no puede hacerlo cuando se entrecruza con otro ámbito que no le compete.
El problema es que en México el rentismo (llamado también capitalismo de cuates o crony capitalism) es un problema considerablemente grave y creo que explica en parte los altos índices de desigualdad ya que fomenta una concentración de la riqueza en manos de unos pocos y que no es producto del mérito. Cuando los empresarios tienen privilegios dentro del sector público, estos terminan adquiriendo privilegios dentro de los organismos de justicia (los cuales, en teoría, deberían trabajar igual para todos, sin distingo de clase social o posición socioeconómica) lo cual los puede llevar a cometer ilegalidades ya que quedarán impunes con facilidad. Las afectaciones también se ven dentro del sector económico ya que los empresarios que se enriquecen al amparo del gobierno suelen distorsionar el mercado, y si bien crean empleos, su condición privilegiada evita que surja una competencia tal que podría generar muchos más de los que ellos crean. No sólo se generan menos empleos, sino que los productos y servicios tienden, en muchos casos, a ser de menor calidad.
Este es un mal que ha estado enquistado en nuestro país producto del PRI hegemónico donde la relación entre la empresa y el gobierno era más bien estrecha. Cuando se «liberalizó» el mercado muchas de las empresas fueron compradas por los mismos oligarcas y se enriquecieron más. Es decir, la liberalización de la economía no acabó con las estructuras patrimonialistas y clientelares, estas sólo se adaptaron a la nueva realidad. Varios de los empresarios mexicanos que aparecen en listas de Forbes están involucrados en distintos ramos, pero muchos de ellos se caracterizan por innovar más bien poco dentro de sus empresas.
López Obrador se equivoca rotundamente al poner a todos los empresarios a los que denunció en una misma canasta. Un estadista no debe involucrarse en peleas absurdas como esa y simplemente debe preocuparse por aplicar el Estado de derecho y parar ese tipo de relaciones nocivas ya que no se trata de una batalla maniquea, sino de problemas estructurales que deben irse modificando con voluntad política y con el apego irrestricto de la ley. López Obrador no puede decidir quienes son los buenos y los malos malos, son los órganos de justicia los que deben determinar quienes están trasgrediendo el Estado de derecho.
Las cámaras empresariales, que están compuestas en su mayoría por empresas que se conducen de buena forma, deben también poner de su parte para desincentivar este tipo de prácticas y vigilar que sus miembros las eviten. Deben procurar, dentro del entorno empresarial, una cultura en la cual se fomente al empresario que se desarrolla por medio de su talento y esfuerzo, y desincentivar e incluso señalar a las empresas que hacen negocios turbios, o que se benefician de sus relaciones con el gobierno.
También es cierto que el modelo económico de Andrés Manuel, orientado a la sustitución de importaciones, parecería más bien fomentar este tipo de relaciones (ya que estas surgieron dentro de un entorno bastante similar), por lo que habríamos que preguntarnos si en la práctica lograría combatir este problema. Pero la animadversión hacia López Obrador que puedan tener muchas personas no debe hacernos olvidar que ese problema existe. López Obrador lo aborda sin proponer una hoja de ruta creíble, pero yo no he visto a los otros candidatos que hablen de ello: hablan de competitividad, de desarrollo económico, pero hablan poco del mal endémico donde algunos empresarios se enriquecen al amparo del gobierno, y se necesita combatir lo segundo para poder lograr lo primero.