En Guadalajara, Enrique Peña Nieto amenazó a quienes sugirieron (con pruebas) que el gobierno había espiado a periodistas y activistas. Quienes hicieron esa «sugerencia» no sólo fueron los propios afectados u organizaciones civiles que no sólo residen en nuestro país, sino The New York Times, quien publicó el escándalo en primera plana.
La amenaza fue clara y no se puede prestar a interpretaciones:
Espero que la Procuraduría General de la República, con celeridad, pueda deslindar responsabilidades, y espero, al amparo de la ley, pueda aplicarse contra aquellos que han levantado estos falsos señalamientos contra el gobierno.
Y si se trató de un error, es lo suficientemente grave y notorio para considerarse como cualquier «error humano». Es muy grave, más en un contexto de un país sumido en la violencia donde el ejercicio del periodismo es un deporte de riesgo.
¿Qué pasó después? Que Presidencia dijo que se habían «malinterpretado» las palabras de Peña Nieto, que eso no era lo que quería decir. Pero no pidieron disculpas a los afectados ni a la sociedad civil, ni a la sociedad en general, sino a Azam Ahmed, el periodista de The New York Times, a quien le aclararon que Peña Nieto nunca los había querido amenazar.
Así, el gobierno trató a los medios extranjeros como de primera, y a los medios mexicanos, a los activistas y periodistas afectados, como de segunda clase. Fue hasta más tarde, en una entrevista, que Peña Nieto aclaró ante los medios que se había tratado de una «mala interpretación» y que eso no era lo que había querido decir:
También, como se ha mencionado mucho en redes, es inaceptable que Peña Nieto relativice el hecho al decir que a él lo llegan a espiar como si se tratara de algo común y cotidiano, y que los espiados no se vieron afectados (cosa que sí sucedió como relató Juan Pardinas con relación a su matrimonio). Pareciera que el mensaje que quiso decir fue: «sí, los espiamos, pero tranquilos amigos, el espionaje es algo muy común, a mí también me han espiado, entonces todos en paz».
Peor aún, Peña cerró toda la posibilidad para que un organismo independiente investigue. Dice haber dado indicaciones a la PGR, misma institución en la cual los afectados habían hecho sus demandas anteriormente y que nunca se les atendieron.
El Gobierno está urgido de hacer un lado este tema. La mayor parte de la opinión pública (con excepción de la que está ahí para servir a su gobierno) está en su contra y el encono es cada vez más grande.
Es tan grande, que a Peña Nieto ya no se le da el beneficio de la duda, su palabra ya no cuenta. Si su palabra no reafirma lo que se supone, entonces ya no tiene validez alguna.
Y tienen razón para estar enojados, porque con lo sucedido, todos los periodistas y activistas se sienten amenazados. Saben que pueden ser espiados y saben que información suya puede ser utilizada en su contra. Saben que su derecho a la libertad de expresión y libertad de prensa no está garantizado. Saben que todos los que están involucrados en temas de corrupción o cuya tarea es vigilar al gobierno son un objetivo de éste último. Como lo mencioné en el artículo pasado, este tipo de actividades es propio de gobiernos autoritarios como el de Rusia o el de Corea del Norte.
Lo que sorprende es que Peña Nieto se sorprenda. O posiblemente está fingiendo que está sorprendido.