Siempre se ha dicho que las marchas no sirven de nada, que son inútiles. Lo ocurrido este fin de semana ha demostrado que ello no es cierto.
En algunos casos las marchas deben ir acompañadas, ya en una etapa posterior, de una propuesta. Esto sí es así en muchos casos, mas no siempre. En ocasiones la marcha per sé es la herramienta necesaria para poder aspirar a un cambio o para ejercer resistencia. Tal fue el caso de las manifestaciones en contra de Donald Trump.
Gracias a la presión que los estadounidenses ejercieron en los principales aeropuertos -incluidos políticos como el alcalde de Boston o la senadora Elizabeth Warren- y a los abogados que trabajaron como voluntarios, lograron que un juez bloqueara temporalmente la iniciativa de Donald Trump de prohibir el paso de personas de Medio Oriente -en países donde Donald Trump no tiene negocios o intereses económicos- a su país, en un acto que tiene un tufo light a esa Alemania de los años 30.
A diferencia de los casos de otros países que se han lastimado ante el ascenso de líderes autoritarios, Donald Trump -dictador en potencia, su egocentrismo y megalomanía lo demuestran- no sólo se ha topado con un sistema político estadounidense que blindará, al menos de forma parcial, sus caprichos, sino con una ciudadanía y medios de comunicación que se mantendrán en pie de guerra.
En la otrora Repúbica de Weimar, Hitler pudo convencer a una mayoría, gracias a la cual legitimó todos sus actos. Los alemanes estaban desesperanzados por los efectos de la crisis económica de 1929 que los maltrató. El contexto de Estados Unidos -a pesar de sufrir el embate de la crisis del 2008- es bastante diferente. Donald Trump tendrá bastantes dificultades para convencer a esa mayoría que se le opone, los argumentos para convertir a las clases medias urbanas e intelectuales en nacionalistas carecen de fuerza. Trump ganó fuerza gracias un sector, el de la clase media trabajadora que vive aislada de las clases urbanas cosmopolitas.
Esas clases urbanas, a diferencia de las historias de otros países, no se han mostrado displicentes y timoratas. Por el contrario, quieren mostrar su músculo, quieren que no le arrebaten lo que es suyo. Las clases urbanas quieren, como cualquier ciudadano de cualquier nación, a su país. Pero esas clases tienen un concepto de país muy diferente a los blancos de los apalaches o de las zonas más deprimidas de Michigan que difícil se dejarán seducir por un discurso anacrónico como el de Donald Trump. Ellos conciben a Estados Unidos como lo que siempre ha sido, un país construido por migrantes, por una gran diversidad de culturas.
En vez de agitar y emocionar a las masas, el efectismo y la radicalización de Trump ha ahuyentado a algunos simpatizantes -posiblemente a los más moderados, y que pensarían que Trump se moderaría al llegar a la Casa Blanca-. Trump tal vez aspiraba con sus actos de esta semana a mostrarse como un líder efectivo, como el que va a restaurar «América». La realidad es que sus índices de aprobación bajaron casi 5 puntos:
Peor aún, Donald Trump basó su discurso pesimista sobre Estados Unidos en mentiras. Aunque sus medidas fueran efectivas, éstas no tendrán el impacto esperado porque Trump creó una percepción falsa de la realidad. Por ejemplo, reducir la tasa de desempleo del 4% actual -el menor hace casi una década- a un porcentaje menor no es algo que vaya a ser muy notorio. Por el contrario, al obligar o convencer a las empresas de emplear estadounidenses solo obtendrá un alza en el costo de los productos -que afectará el poder de consumo de los propios estadounidenses-.
Trump no tiene, como Hitler de la mano de Goebbels, toda una gran estructura propagandística -aunque no se puede negar que supo jugar con los medios en la campaña-. Por el contrario, tiene a casi todos los medios de comunicación -excepto Fox News y algún otro panfleto derechista- en su contra. Hitler y Mussolini contaban con el apoyo de muchas empresas, como el caso de la Volkswagen quien fabricó el famoso coche para el pueblo -el vocho- para complacer al dictador nazi. En los tiempos actuales, la gran mayoría de las empresas, sobre todo las que tienen que ver con la tecnología, ven con muchos recelos a Trump: ahí están las declaraciones de los CEO’s de Apple, Facebook, Google, Amazon, PlanetX -aunque Elon Musk forma del consejo que asesora a Donald Trump, ya se ha pronunciado muy en contra de las políticas del magnate demagogo-, y el propio Twitter con el que Trump gobierna y amenaza.
Sería muy ingenuo no alertar el creciente nacionalismo en el mundo y no preocuparse por éste. Pero de la misma forma también es ingenuo pensar que la democracia liberal va a morir de nada. Por el contrario, todos aquellos que defienden -defendemos- un mundo cosmopolita, de libertades y abierto el mundo, opondrán, como ya lo están haciendo, una gran resistencia. Los de derecha -incluso de izquierda- nacionalista, tendrán como respuesta mucha gente en las calles, empresarios y a todas las élites -académicas y científicas- en su contra.
El riesgo existe y es muy latente. Las primeras muestras de resistencia han sido muy alentadoras porque son una muestra de que esta ola nacionalista xenófoba tendrá serios obstáculos que no habían contemplado. Si la democracia liberal vence y logra hacer de esta ola nacionalista un bache o un fenómeno pasajero, éste habrá servido como lección para que los demócratas nos replanteemos y entendamos que esta manifestación no sólo fue producto de los discursos mentirosos de los demagogos, sino de nuestra mediocridad, al dar el sistema democrático por sentado; y tal vez sí, al exceso de corrección política que en vez de fomentar la inclusión provocó que muchos otros se sintieran excluidos. De igual forma, será una lección que nos obligará a enmendar los defectos de la globalización, a ser más críticos con nuestros sistemas políticos y económicos y reconocer nuestras contradicciones.
Si eso no ocurre, si la xenofobia y el nacionalismo irracional vence, tendremos que, desde la oposición, dar la lucha en un contexto que todavía no conocemos, un anacronismo político conviviendo con una sociedad tecnológicamente evolucionada e interconectada.
Y no, las manifestaciones no son en vano, por el contrario, son un gran arma para combatir la intolerancia y la cerrazón. Las marchas sí sirven.