Para que un Estado sea fuerte, es condición indispensable que éste tenga un amor profundo por la filosofía y la ciencia:
La filosofía como aquella disciplina que le puede dar una identidad y un orden de valores y principios al Estado, y que por consecuencia pueda reforzar el tejido social. Que cualquier cosa que se haga esté fundamentada en el pensamiento filosófico y no sea producto de la improvisación y la arbitrariedad.
La ciencia como aquella disciplina indispensable para el progreso -ahí entran técnicos, economistas, médicos, científicos y demás-. Es decir, un Estado que respete las leyes de la naturaleza, el método empírico y el sentido común, que base en ella todas las actividades que realice y que a ella apueste como motor del progreso.
Estas dos disciplinas no son excluyentes, por el contrario, son complementarias y se retroalimentan, condición necesaria. La filosofía le da cuerpo a la ciencia y evita que se desvié de su misión que es servir al humano como ser íntegro. Pero por otro lado, la filosofía debe respetar las leyes de la naturaleza y no tratar de sustituir a la ciencia ni jugar su papel.
Estados Unidos fue un país muy fuerte no sólo por su carácter hegemónico sino porque siempre contó con una filosofía -que proviene desde sus padres fundadores y que a la vez son depositarios de los principios de la Ilustración así como de las religiones protestantes importadas de Europa- y una ciencia -a través de las universidades y el emprendurismo-. Cuando más presentes están estos principios, más fuerte es el país.
El problema para Estados Unidos es que Donald Trump no tiene amor ni por la filosofía ni por la ciencia. Peor aún, ni siquiera lo tiene su equipo. Muchos de quienes sí tienen ese amor se han pronunciado como opositores a su gobierno. Donald Trump se encuentra en una condición más lamentable que Enrique Peña Nieto, quien ciertamente es un hombre profundamente ignorante, pero en su equipo al menos hay cierto respeto por la ciencia -no así por la filosofía-.
De hecho, Donald Trump -hábil para hacer negocios, ignorante en todo lo demás- no sólo es indiferente a la ciencia y la filosofía, sino que se ha pronunciado -de forma explícita o tácita- contra ambas disciplinas. Ya ha despreciado a las élites intelectuales -quienes suelen ser las principales depositarias de la filosofía y la ciencia en una nación- así como a los principios que rigen a la nación. Donald Trump es un hombre sin principios, de hecho los considera un estorbo para poder hacer lo que mejor sabe, hacer negocios. Faltar a la verdad, como es su costumbre, también es un atentado a la filosofía.
Ninguna corriente filosófica puede dar cabida a los «alternative facts«.
De igual forma, Donald Trump se ha opuesto contra las políticas ambientales, las cuales la ciencia considera muy necesarias no sólo para crear condiciones ambientales óptimas para el ser humano, sino para el futuro de nuestra especie. También ha despreciado el sentido común que la ciencia provee, como es el caso de la economía.
Cualquier mandatario debe tener, si bien no un conocimiento absoluto, si un gran respeto por estas dos disciplinas que son los pilares en que se levantan los Estados. Ignorarlas pueden derivar en el colapso y en la decadencia de ese Estado porque ya no habrá nada que le de una esencia.