Los gobiernos de vez en cuando tienen que tomar medidas impopulares; medidas que en el corto plazo tendrán una afectación en la ciudadanía, pero que sin ellas, las consecuencias a mediano y largo plazo serían más graves.
Muchos de los afectados no entienden la necesidad de implementar medidas, ya no tanto porque piensen a corto plazo, sino porque no tienen el conocimiento que se supone tienen quienes son especialistas dentro del gobierno, o bien, porque las simpatías políticas o ideológicas pueden nublar la razón.
Sabiendo esto, que el gobierno necesita de la legitimidad del pueblo para gobernar pero que no siempre le puede dar gusto -quien lo hace, se dice, se convierte en demagogo-, entonces tiene que jugar bien sus fichas. El gobierno tiene que procurar mantener la suficiente legitimidad para poder tomar una medida impopular sin que lo ponga en jaque.
El problema se agrava cuando la medida no sólo es impopular, sino que no está completamente justificada. Cuando pasa eso, entonces la mayoría de los líderes de opinión -y no sólo los que simpatizan con la facción opositora- se lanzan contra el gobierno o contra su medida, amplificando todavía más el descontento de la sociedad.
Habiendo dicho esto, el tema del gasolinazo es uno muy complejo. Se trata de una medida impopular, que se pudo evitar, y cuyo ejecutor -no sólo el gobierno al mando, sino las facciones involucradas- no tiene legitimidad.
Pero a la vez es un tema que la gente desconoce. Es decir, la indignación puede estar justificada, pero el diagnóstico que hacen suele estar errado, movido por las emociones, y en algunos casos, por intereses políticos que buscan manipularles:
Por ejemplo, una de las primeras reacciones tiene que ver con culpar a la Reforma Energética. Si el precio de la gasolina subió y los precios se liberaron -fenómeno propio de la Reforma-, entonces la liberación de precios es responsable del incremento de la gasolina. Pero en realidad el precio no está tan liberado porque tiene una fuerte carga impositiva que el gobierno dice necesitar para poder financiar el gasto público y que deriva de la Reforma Fiscal que impulsaron PRI y PRD.
El gobierno, por su parte, busca manipular a la opinión pública culpando a agentes externos, que si bien existen y sí juegan un papel, no son los únicos actores. Ellos hablan del alza del precio internacional del petróleo o del contexto mundial. Las facciones opositoras, sobre todo las que se presentan como las más fuertes en 2018 -PAN y MORENA- juegan su papel tratando de obtener un beneficio del descontento de la gente. El PAN desde la derecha pide que eliminen el IEPS, y López Obrador desde la izquierda culpa más bien a la Reforma Energética impulsada por la «mafia en el poder».
En realidad el gobierno no tiene otra ruta más que esperar que esta decisión no impacte tanto, que las manifestaciones no sean lo suficientemente grandes para que puedan poner en riesgo la estabilidad, y que la cantidad de legitimidad que se pierda -y de la cual ya no tienen mucha- sea la menor posible.
El gobierno ya no puede utilizar la alternativa que en muchos otros escenarios sería la más sensata, la de explicar al pueblo la necesidad de tomar esa medida y esperar que lo entiendan, o que al menos no se opongan tanto, oposición que lograrían contener con sus «reservas de legitimidad».
No se puede hacer porque los gobernados los perciben con una gran falta de legitimidad y autoridad moral. Basta ver los escándalos de corrupción en los que se vieron directa o indirectamente involucrados, los gobernadores que desfalcaron estados y que no han pasado por la justicia.
Peor aún, el gobierno tampoco tiene alternativas si hablamos de políticas que podría implementar para aminorar el descontento. Todos sabemos que el gobierno ha manejado pésimamente las finanzas de este país, y por eso se entiende que el gobierno no pueda prescindir en ningún grado de esa carga impositiva que tienen las gasolinas. Es decir, el impuesto está ahí para cerrar los boquetes producto de su ineptitud, pero si el gobierno decide eliminar el impuesto (IEPS), el problema en realidad podría tornarse aún más grave. Volver a subsidiar la gasolina para aminorar el descontento es dar un paso atrás.
Tal vez quienes se manifiestan ahora debieron ser más insistentes desde hace algunos años sobre la forma en que el gobierno manejaba las finanzas, sobre los escándalos de corrupción, sobre las programas sociales que se han convertido en mecanismos clientelistas y electorales -como Prospera- pero que tan necesarios son para el partido en turno -basta ver a Ochoa Reza decir que sin el impuesto a la gasolina no podrían financiar dichos programas «tan necesarios»-. sobre la forma en que esa élite política ordeñaba Pemex, o sobre aquel PRI y PRD que bloquearon la Reforma Energética el sexenio pasado y que aprobaron la Reforma Fiscal en este sexenio. De hecho no sólo es este gobierno el «culpable», y tendríamos que preguntarnos sobre lo que hicieron o dejaron de hacer pasadas administraciones.
Ahora no hay margen de salida, el aumento del costo de la gasolina puede ser injusto por las razones que mencioné anteriormente, pero cualquier intento por aminorar el impacto o satisfacer a la población legítimamente indignada podría terminar creando un problema todavía peor.
No se me haría demasiado descabellado que el gasolinazo se termine convirtiendo en la gota que derrame el vaso. A diferencia de todos esos episodios bochornosos e indignantes -Casa Blanca, Reunión Peña-Trump, huída del Chapo-, este evento afecta directamente a los bolsillos de los ciudadanos, y algunos de quienes nunca pusieron un pie en el asfalto para manifestarse por el conflicto de intereses de la Casa Blanca, Ayotzinapa, Trump y demás, ya están en las calles. Ante tal nivel de indignación y ante aquella acumulada a través del sexenio, la mecha podría encenderse.