En el discurso, la izquierda tiene una clara ventaja sobre la derecha. La izquierda suele, en el discurso -valga la redundancia-, apelar a esos valores tan humanos y cristianos como lo son la igualdad, la solidaridad y la justicia. El discurso de la derecha, en cambio, apuesta por el orden y mantener un estado de las cosas. Naturalmente el discurso que viene desde la izquierda es más idealista y más romántico, el de la derecha hace énfasis en que un cambio al orden establecido representa una amenaza.
Aclaro que hago énfasis en esas izquierdas y derechas alejadas del centro político y de lo convenido por la democracia liberal.
Dudo mucho que un idealista abrace a una figura como Donald Trump. A pesar de que el magnate representa para muchos una irrupción, su discurso va en el sentido de preservar aquello que está en riesgo de perderse o recuperar aquello que se perdió. Voltea al pasado -make America great again- y hace un contraste con el presente tan decadente -la percepción pesa más que la realidad-. A Trump no le importa un mundo justo o igualitario -vaya, es un magnate ávaro-, sino recuperar la grandeza que Estados Unidos perdió.
Pero se entiende entonces por qué muchos idealistas abrazan a la figura de Fidel Castro y no la de Donald Trump. Los que optan por los discursos de derecha lo hacen porque las circunstancias actuales los frustran, no es algún idealismo el que los mueve, ni algún sentimiento de solidaridad con sus semejantes. No es que los izquierdistas no se frustren, pero mientras ellos anhelan un mundo mejor y más justo a partir de su frustración, los de derecha tan sólo quieren recuperar lo que se ha perdido. El hombre muy de derecha piensa más en los suyos y los grupos con los que tiene afinidad, que en el bien común.
Por eso es que en ocasiones es más «políticamente correcto» ser de izquierda que ser de derecha. Quienes son izquierdistas presumen su postura política como si eso los definiera y les diera cierta altura moral. Los de derecha son más cautelosos e incluso suelen utilizar eufemismos para no etiquetarse como tales.
Mis redes sociales se han llenado de cierto romanticismo al ver partir a un hombre como Fidel Castro quien fue un dictador, quien mantuvo su poder a costa de las libertades de la población y de las vidas de muchos otros.
Los románticos idealistas presentan tablas y estadísticas demostrando que los cubanos son un pueblo educado, que tienen mejor nivel de vida que muchos países latinoamericanos y que tienen un sistema de salud que «no tiene ni Obama». Su información no es del todo falsa, pero los románticos ignoran o relativizan el hecho de que a cambio cedieron muchos derechos que damos por sentados -aunque no siempre garantizados en la práctica- en las democracias liberales.
Es como cuando Hobbes decía que el individuo debe ceder libertades al soberano para así poder vivir en un Estado que le garantice un mejor nivel de vida, lo cual ocurre en cualquier rincón donde haya civilización. Pero en el caso de Cuba, son más las libertades cedidas, que los beneficios obtenidos a cambio.
No puedo negar que Cuba tiene algunas cosas buenas, algunas de las cuales varios países incluso podrían tomar nota. Algo se podrá aprender de su sistema de salud por un ejemplo. Pero de igual forma, también se pueden adjudicar aciertos a dictadores de derecha como Augusto Pinochet, como establecer la estructura económica a partir de la cual Chile, después de él, se convirtió en la economía más desarrollada de América Latina -con todo y los experimentos de los chicago boys-. Pero sus aportaciones, al igual que con Castro, languidecen frente a sus crímenes y los excesos de su poder, y es reconocido merecidamente más por sus agravios que por otra cosa.
Pero al final del día, defender y recordar a Pinochet es más políticamente incorrecto que hacer lo propio con Fidel Castro. Es incluso mucho más riesgoso llevar un remera con la fotografía de Pinochet -mínimo serás tachado de fascista y escoria social-, que portar la de Castro, -en el peor de los casos, serás señalado como un joven idealista «chairo» al cual le falta aprender más de política y debe de dejar de fumar tanta mota-.
A pesar de mantener a los suyos como prisioneros en su isla, de censurar, encarcelar o hasta matar a opositores incómogos y hasta de perseguir homosexuales, es políticamente correcto defender a Fidel Castro, tan sólo por el discurso de la igualdad y solidaridad adaptado por la izquierda. Paradójico que inclusive desde algunas corrientes progresistas defensoras de los derechos de las minorías idealicen a Fidel Castro, cuya postura ante los homosexuales -quienes a su juicio no podían ser revolucionarios-, era más dura que la de Norberto Rivera y el Frente Nacional por la Familia juntos.
Nuestra sociedad no puede darle cabida a estas degeneraciones – Fidel Castro sobre los homosexuales.
Llama la atención que figuras políticas, incluso unas más cercanas al centro, lo reconocieron el día de su muerte como un luchador que devolvió la dignidad a Cuba y lo independizó de Estados Unidos -lo cual sólo puede ser cierto tomando como referencia los primeros años, antes de adoptar los ideales marxistas-leninistas y de perpetuarse en el poder-.
La premisa de los idealistas es, gracias a Castro, Cuba es más igualitaria que la mayoría que todos los demás países de América. ¿Pero a cambio de qué? Me pregunto si esos idealistas estarían de acuerdo con ir a vivir a Cuba donde posiblemente nunca caigan en pobreza extrema, pero donde el gobierno raciona las comidas, donde la expresión política y la disidencia están anuladas.
No nos dejemos engañar por ese discurso romántico de la igualdad y la solidaridad. Cuba se mantiene no por la solidaridad de sus habitantes, sino gracias a un régimen déspota y dictatorial.
Castro fue eso, un dictador, un dictador enriquecido dentro de un país relativamente pobre. Ni los libros, ni las remeras, ni los documentales sesgados a su favor, podrán ocultar eso que es tan evidente.