Muchos estarán de acuerdo conmigo en que la Ciudad de México es una ciudad que tiene su encanto, visitar la capital es algo que muchos hacemos de forma constante; y a pesar de eso siempre nos maravilla con algo nuevo, como si nunca la termináramos de conocer.
Pero no me dejarán mentir que lo que conocíamos hasta hace unas semanas como el DF es también una ciudad caótica donde te puedes perder entre el trafico o el mar de gente que hay en la ciudad. De hecho, hasta hace poco (cuando me acostumbré a viajar tanto allá), al llegar, siempre me sentía muy abrumado, algo de mareo y ansiedad; mucha gente por todos lados, mucha contaminación auditiva, sin descartar la altura. Yo como tapatío (de la segunda ciudad más grande de México y no de cualquier pueblo) siempre he sentido una enorme diferencia entre mi ciudad y ésta, una es la capital, la otra es provincia.
Cierto, el Distrito Federal es una megalópolis, pero ni Nueva York (otra ciudad demasiado grande, llena de rascacielos) me llegó a provocar esa sensación de mareo al llegar y ver «tantas cosas amontonadas en tan poco espacio».
Bastó con que cambiaran un poco ese «delicado equilibrio» en la movilidad con el «hoy no circula» para que se dieran cuenta que en esa ciudad ya son demasiados. El transporte público colapsado, las tarifas dinámicas de Uber más caras que un vuelo económico en avión de México a Guadalajara, las calles atiborradas.
La zona metropolitana se expande cada vez más hacia el Estado de México, pero todos quieren estar en la capital, todos quieren trabajar ahí. Ahí están los corporativos, los centros culturales, los restaurantes más trendy, ahí están las mejores ofertas de trabajo; no importa que se gasten más de 3 o 4 horas de transporte al día. No importa si hay que trasladarse de Ecatepec a Santa Fe porque el empleo prometido puede significar una gran oportunidad o un ascenso en la pirámide social.
A diferencia de los otros tres países, en México fue más complicado hacer que el federalismo funcionara, debido a que el tránsito de provincias a estados no se materializó por la ausencia de poder de sus estructuras administrativas, además de que era más relevante construir el poder nacional en detrimento de las estructuras intermedias e, incluso, a costa de los poderes municipales. (fuente)
Fue después del terremoto de 1985 que se planteó descentralizar a la ciudad. El trágico evento fue un aviso de que una capital centralizada no era sostenible. Se hicieron espurios intentos, el INEGI se trasladó a Aguascalientes y muy poco más. Algunos capitalinos huyeron a otras ciudades como Querétaro o Guadalajara, más «vivos» que los ingenuos provincianos, y estos últimos no se cansaron de pronunciar la frase «haz patria, mata a un chilango».
Pero técnicamente las cosas no cambiaron, pasó algún tiempo, y con éste el miedo. Muchos regresaron (de todos modos los que se habían ido no eran muchos comparados con el tamaño de la ciudad) y todo siguió igual. La capital seguía siendo el corazón de México, como si todo lo demás pudiera considerarse prescindible.
A pesar de considerarse una República Federal, lo cierto es que en México el centralismo ha imperado de facto. Basta comparar a nuestro país con Estados Unidos, que en el papel tiene el mismo sistema que el nuestro en este sentido. Cuando en Estados Unidos hablamos de finanzas hablamos de Nueva York; cuando hablamos de cine, hablamos de Los Ángeles; cuando hablamos de los poderes de la nación hablamos de Washington D.C.; o cuando hablamos de educación hablamos de Boston. En nuestro país siempre tenemos que hablar de la Ciudad de México. Todos los corporativos, la mayor parte de la cultura, la educación, la cinematografía, se encuentran ahí.
Todo lo que no sea la capital es provincia; ciudades como Guadalajara o Monterrey (la segunda y tercera respectivamente en población) se destacan por muy pocas cosas, Guadalajara tiene que ver con varias tradiciones mexicanas (mariachi o tequila) y por sus esfuerzos en convertirse en una especie de Silicon Valley mexicano. Monterrey tiene que ver con su industria y poco más. Otras ciudades destacan gracias a sus accidentes geográficos o históricos, como las playas o ciudades históricas como Guanajuato, o alguna industria en particular (Puebla y la industria automotriz). Nuestro sistema político ha privilegiado a la Ciudad de México, y ahí están las consecuencias.
Y eso es algo que tiene que acabar, por el bien de los propios capitalinos.
Por ejemplo, es inconcebible que las oficinas de la Secretaría de Marina se encuentren en la capital. Tal vez sería pedir demasiado desplazar los poderes de la nación a otra ciudad como Querétaro por poner un ejemplo, pero vaya que sí se podrían colocar varias secretarías en algunas otras ciudades. La propia Secretaría de Marina debería estar en Veracruz, la Secretaría de Turismo podría estar en un destino turístico importante como Cancún, algunas instituciones educativas podrían establecerse en otras ciudades, o las que ya existen en la capital podrían abrir campus en otras regiones del país (cosa que han hecho la UNAM y el IPN de forma muy tímida). Los corporativos no deberían de sentirse en la necesidad de establecerse en México como ocurre en la mayoría de los casos. Por ejemplo, más empresas tecnológicas podrían establecerse en Guadalajara, o más corporativos industriales en Monterrey, de tal forma que cada ciudad tenga su propia vocación, tal y como ocurre en Estados Unidos.
Quieres ser un artista, quieres un empleo de alto rango, quieres un buen puesto político, quieres aparecer en la tele, entonces tienes que ir a vivir a la Ciudad de México.
Romper con el centralismo no es tarea fácil, la capital tendría que perder algunos privilegios, algunos empleos y puestos políticos se irían de ahí. pero en cambio sería una ciudad más tranquila para vivir. La Ciudad de México tiene que ponerse a dieta de gente porque su modelo es insostenible, porque a pesar de las insistencias, sigue creciendo, y la zona metropolitana ya ha cumplido sus amenazas de invadir otras entidades como Hidalgo, y porque bastó mover uno de los alfileres con los que se sostiene la capital para darnos cuenta de lo cerca que se encuentra del colapso.