«Quién supiera reír como llora Chavela.»
Joaquín Sabina
El domingo, poco antes de la una de la tarde, murió Isabel Vargas Lizano a los 93 años de edad, conocida en México sencillamente como Chavela Vargas. Aunque nació en Costa Rica, fue en este país en donde forjó la leyenda en la que se convirtió, y el que hoy guarda luto por su ausencia.
Poco después de su fallecimiento, podía leerse en su cuenta activa de Twitter: “Silencio, silencio: a partir de hoy las amarguras volverán a ser amargas… se ha ido la gran dama Chavela Vargas”, haciendo alusión a la canción Por el bulevar de los sueños rotos, que en su honor compuso Joaquín Sabina, después de que su amiga le confesara que era ahí donde residía.
Todavía a sus 90 años, Chavela volcaba su corazón en los escenarios, con esa voz ronca, aguardentosa y resquebrajada por tantas botellas de tequila que tomó en su vida, las cuales calculaba en más de 1.8 millones. Siempre fue ella misma y nunca intentó aparentar una imagen distinta; cargaba pistolas porque consideraba que se veían bien; se ponía un jorongo porque para ella eso representaba a México; vivía abiertamente su sexualidad, reconociéndose como homosexual en el año 2000, admitiendo el romance que sostuvo con Frida Kahlo, de quien decía fue su gran amor, o viceversa.
La interpretación de sus canciones siempre fue desgarradora, saturada de pasión, de dolor y de melancolía. Chavela moría en cada frase, por eso sus canciones estaban tan cargadas de vida, porque la dejaba en ellas. Por eso, cuando me enteré que se encontraba grave y su cuerpo poco a poco dejaba de funcionar, no podía comprender que estuviera muriendo, pues fue algo que estuvo haciendo durante su vida entera.
Amante de la mitología mexicana, impregnó con vida a la muerte, saltando entre ambos mundos a lo largo de los años, durante los cuales siempre resurgía cuando creíamos que ya se le habían agotado las fuerzas, no por nada se escuchaba tan bien de sus labios la canción de Volver, volver.
Más que enfrentar a la muerte, Chavela siempre la invitó, tanto que prefiero romantizar sobre su transición hacia el otro lado. La imagino abriendo los ojos en un mundo a media luz, dondeLa Catrinade Posadas, elegante y altiva, la conduciría entre crujidos de chantú y crinolina a alguno de aquellos antros que tanto le encantaba visitar. La recibirían de pie, con aplausos y reverencias, mientras algún mesero improvisado le pasa sus lentes oscuros, su poncho rojo y un micrófono.
Al fondo estaría José Alfredo Jiménez rasgando cuidadosamente su guitarra, saludándola cariñosamente, cantándole: “Y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir una mentira, les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que ¡yo nunca! he llorado”, oraciones que corearía a dueto Chavela.
A un lado, entre alebrijes y lienzos pintados de rosa mexicano, estaría Frida Kahlo junto a Diego Rivera, quienes le expresarían el gusto de verla cada uno a su manera, tal vez con un beso y un caballito de tequila. Todo esto entre el murmullo de las conversaciones de los grandes amigos deLa Chamana; Picasso discutiría con Monsiváis sobre la política del más allá, plática a la que se les uniría Carlos Fuentes, invitado obligado, quien reiría a la mención de la brillante aura de la recién llegada, quien tan pronto entrara, comenzaría a inundar con su voz el recinto, cantándole aLa Llorona, presente en el convivio, sobre los acordes del piano de Agustín Lara.
Porque alguien que haya vivido como Chavela no puede cerrar los ojos y ya, alguien como ella siempre trasciende. La herencia que nos deja esta costarricense que se enamoró de México, al grado de adoptarlo como patria, es el entendimiento que tuvo de la esencia de las y los mexicanos, una melancolía perenne que tradujo en amor a la vida, como el dolor que nos recuerda que seguimos aquí, mientras nuestros grandes mueren para renacer como leyendas. Descanse en paz, Chavela Vargas.