Ha sido impresionante observar las múltiples manifestaciones en contra del candidato del Partido Revolucionario Institucional, Enrique Peña Nieto, que han tenido lugar en varias ciudades de México en los últimos días, culminando el sábado en una marcha masiva que concluyó en el Ángel de la Independencia en el Distrito Federal. Por Twitter, Noticieros Televisa reportó que habían acudido 10 mil personas a la manifestación del DF, mientras CNNMex decía que, según las autoridades capitalinas, habían sido 46 mil.
En Colima también hubo una movilización en el mismo sentido, la cual coincidió con la visita del candidato priista a la entidad, pero a diferencia de la celebrada en la capital del país, en la ciudad de las palmeras los manifestantes fueron reprimidos y algunos incluso fueron agredidos por simpatizantes priistas, entre ellos reporteros como el fotógrafo de Diario de Colima, Marcos Elizarrarás.
En lo personal, no sabía cómo sentirme respecto a dicha marcha. Desde que salió la convocatoria en las redes sociales sentía una cierta molestia que no alcanzaba a interpretar. ¿Es correcta una marcha en contra de un candidato? Hay muchas que se hacen a favor, en muchos casos son parte de las mismas campañas políticas, pero que una parte de la población se unifique en contra de una sola persona, ¿es correcto? Por supuesto que es válido que la gente se inconforme y clame justicia ante la impunidad, y Enrique Peña Nieto fue copartícipe del abuso y vejaciones que sufrieron las y los pobladores en San Salvador Atenco, incluso él mismo asumió la responsabilidad de los hechos ante los estudiantes de la Ibero, pero ¿qué hay de Aguas Blancas, de Acteal, de Ostula, de los asesinatos de los y las activistas de Derechos Humanos? ¿No ameritan también una movilización de la ciudadanía para pugnar por justicia? ¿Qué es lo que mueve a tanta gente en contra de este mexiquense en particular?
La respuesta está implícita al inicio de esta columna. Enrique Peña Nieto representa aquello de lo que muchos mexicanos y mexicanas estamos –sin ofensas personales– hasta el copete. Su cara bonita, su pelo inmaculadamente peinado, su sonrisa perenne y su esposa de telenovela parecieran ser el distractor perfecto para ocultar el pasado –y el presente– del priismo, donde el gobierno ejercía un dominio absoluto de todo lo que sucedía en el país, lo que se informaba y lo que no, persiguiendo y reprimiendo a las voces disidentes con la mano izquierda, mientras la derecha se extendía benévola ante la devota ciudadanía, con una prensa cómplice que se autocensuraba para favorecer al régimen.
Desde que el candidato del PRI fue ungido, la percepción popular fue la de un títere manejado por intereses oscuros, que pretendían utilizarlo para preservar su poder casi omnímodo, donde todos los elementos se conjugaban para fortalecer esta idea. Un duopolio televisivo interesado en evitar la competencia, se encuentra con un sistema político interesado en dar a conocer sólo su interpretación de las noticias. Un gobernador joven y atractivo, habiendo enviudado recientemente, comienza a salir con la actriz de moda, quien convenientemente consigue anular su matrimonio religioso en El Vaticano, independientemente de haber procreado tres hijas con su exesposo, el productor José Alberto Castro, para así coincidir con la inclinación católica de la mayoría de los y las mexicanas. Un sistema que parecía ponerse de acuerdo en hacernos vivir una telenovela, en una nación que se embriaga con las mismas, y que desea participar en ellas. Una fantasía de compromisos cumplidos que ocultaban un pasado siniestro, en un contexto en el que la gente deseaba salir de la realidad violenta del México actual.
Son estas percepciones las que se fusionan en el perfil de Peña Nieto. Los personajes que lo apoyan, un Carlos Salinas cuestionado por haber causado la debacle económica de 1994, una Elba Esther Gordillo que representa la mafia del sindicalismo, un conjunto de gobernadores que se han erigido en pequeños monarcas absolutistas, evadiendo la ley y endeudando a los estados, y un grupo de militantes que responde agresivamente ante las voces disconformes.
Fue precisamente el video editado que presentó el equipo del candidato priista el que activó la chispa, la imagen alterada que convertía en un triunfo épico lo vivido en la Universidad Iberoamericana, donde se ignoraba el reclamo inconforme de los alumnos. Su equipo tal vez no se percató de que esto significó una cachetada para los jóvenes, que desencadenó la indignación de quienes no se tragaban el cuento de hadas.
La marcha entonces no fue en sí en contra de una persona, sino un reclamo para recuperar los espacios que debieran ser de la ciudadanía, para exigirle a los medios masivos de comunicación que dejen de funcionar como instrumentos propagandísticos e informen objetivamente. Fue en realidad un clamor de miles de voces indignadas, que en forma pacífica se muestran ante los poderosos, para recordarles que la soberanía reside en el pueblo, no en un pequeño, pero poderoso, grupo de intereses.