Siempre hay ciudades que marcan la diferencia en un país o una región, ciudades que por alguna razón no tienen que ver mucho con el resto de las poblaciones de dicha entidad. Nueva York es un claro ejemplo de lo que estoy hablando. Sobre todo si hablamos de infrasestructura, porque mientras en casi todo Estados Unidos se ha privilegiado el uso del automóvil sobre el transporte público (véase ciudades como Los Ángeles, Dallas, Las Vegas) en Nueva York ha sido todo lo contrario, el automóvil queda relegado a un segundo plano ante el antiguo, pero muy eficiente transporte público que transporta a la mayoría de los habitantes y turistas de Manhattan.
Recuerdo la primera vez que llegué a la ciudad y pude admirar por el avión de noche la Estatua de la Libertad y la isla de Manhattan con sus inmensos rascacielos. Era una emoción increible estar viendo por aire la probable capital del mundo (distinción que siempre se ha disputado con ciudades como París, Tokio o Londres), pero lo más impactante fue al estar en tierra y empezar a interactuar con la sociedad cosmopólita en medio del frío de la noche del mes de abril. Decidí quedarme en un hostal de Manhattan y no quedarme en las afueras porque quería vivir Nueva York, quería sentirme aunque fuera por tres días como un neoyorquino más, y ¿saben?, creo que lo logré.
En la mañana antes de orientarme hacia las zonas turísticas (aunque vaya, prácticamente todo Manhattan es turístico) caminaba por las calles del Middle-Town de Manhattan, era increíble lo que veía, pilas de casas con una gran variedad arquitectónica, relativamente pequeñas, pero imagino que sumamente caras por la zona en que estaban. Había una gran variedad multirracial digna de una sociedad incluyente, cosmopólita y liberal como lo es Nueva York, en la calle habían latinos, negros, chinos, árabes, caucásicos, gente de todo tipo interactuando entre sí. También me llamaba la atención como a pesar de las supercadenas de tiendas que existen en esa ciudad que podrían monopolizarlo todo, todavía sobreviven las clásicas tiendas de abarrotes, florerías, tiendas de ropa (como las que existen en México). Aunque cabe mencionar que me gusta más el surtido de las tiendas de abarrotes mexicanas que las estadounidenses.
El metro (o subway) estéticamente es feo, los túneles son tétricos y casi no han recibido remodelación alguna desde su apertura (a veces pareciera que sus paredes se están cayendo). Cuando uno desciende al sistema colectivo, el panorama cambia, ni siquiera pareciera estar en un país desarrollado; es más, aseguro que el Metro de la Ciudad de México es más estético que el de Nueva York, pero este último es tan eficiente y seguro que uno se puede olvidar del automóvil en Manhattan. De hecho es tan poco necesario usar el transporte privado que abundan los taxis amarillos sobre los automóviles particulares.
Nueva York es la capital del «capitalismo», es muy difícil encontrar una empresa paraestatal en la ciudad, pero las empresas privadas aparecen por doquier. Los carteles y pantallas inundan el time square como si fuera una obra artística, el ser humano se siente tan pequeño e insignificante ante aquella publicidad que trata de vender algo o posicionar una marca en la mente del consumidor. El consumismo es latente, Nueva York es la ciudad del consumo, de la compra-venta, donde todo mundo está buscando obtener una ganancia o retribución a cambio de ofrecer un producto o servicio. En las calles todo mundo trata de venderte algo, mapas, souvenirs, aperitivos, todo lo que tenga que ver con la gran ciudad de Nueva York que mercadotecnicamente es un mounstro.
Pero Nueva York también tiene su lado oscuro. La herida de los atentados del 2001 sigue ahí, pero parece que los neoyorquinos la han asimilado y han hecho de ella una expresión cultural ¿y por qué no?, un pretexto para vender, vender y vender. En la zona cero abundan los museos y las remembranzas al atentado terrorista que sufrieron, pero no solo eso, también son muchos los puestos que aprovechan la ocasión para lograr jugosas ganancias al vender libros sobre la historia de los atentados, banderas de Estados Unidos (apelando al nacionalismo que quedó herido) y souvenirs relacionados con el acontecimiento.
Cabe mencionar que todavía se huele un aire a paranoia en la ciudad. En el subway, por citar un ejemplo, hay carteles y avisos impresos en los boletos donde se advierte a la gente sobre paquetes sospechosos y que los reporten inmediatamente a las autoridades para evitar cualquier atentado. Y tal vez está demás mencionar los controles de seguridad en los aeropuertos, pero todos los que hemos viajado a Estados Unidos los conocemos.
No sobra hablar de las expresiones culturales. Se dice que Estados Unidos es un país utilitarista donde el arte y la cultura quedan relegados, pero también en este caso Nueva York es la excepción. Museos como el Metropolitano de Nueva York o el Museo de Arte Moderno (MOMA) nos muestra gran parte de las mejores obras artísticas que se han creado en el mundo. Y que decir de las obras de teatro en Broadway. No por nada muchos expositores europeos han encontrado en Nueva York su refugio para seguir elaborando sus obras de arte.
Nueva York es una ciudad que vale la pena visitar. Es una gran ciudad y una de las más importantes del mundo. Creo que toda persona debería visitar al menos una vez en su vida esta gran ciudad que lo tiene todo para hacer una experiencia inolvidable.