
Algunos analistas y observadores afirman que Donald Trump es un político realista y extremadamente pragmático. Señalan que no se tienta el corazón ni permite que sentimentalismos o consideraciones ideológicas influyan en sus decisiones, concentrándose únicamente en obtener resultados prácticos. Pragmatismo y consecuencialismo puro.
Sin embargo, el problema surge cuando se asume que esta postura es inherentemente positiva o cuando se cree que quien adopta una estrategia pragmática o realista necesariamente lo hace con astucia y precisión. La dureza y la frialdad no implican automáticamente inteligencia política, y la historia está llena de ejemplos de estrategias «realistas» ejecutadas con torpeza y descuido.
Existen casos exitosos de realpolitik, como la alianza estratégica de Churchill y Roosevelt con Stalin para enfrentar a Hitler, o el acercamiento de Nixon y Henry Kissinger con China, cuyo objetivo era aislar aún más a la Unión Soviética.
Pero también hay claros ejemplos de fracasos monumentales, como el caso de Neville Chamberlain, cuya estrategia de apaciguamiento permitió que Hitler avanzara en sus objetivos iniciales sin resistencia significativa; o el pacto Molotov-Ribbentrop, en el que la Unión Soviética intentó evitar un conflicto inmediato con Alemania, solo para ser traicionada por la Operación Barbarroja. Incluso Kissinger, considerado un maestro del pragmatismo, cometió graves errores en la guerra de Vietnam y en el apoyo estadounidense a Saddam Hussein durante la guerra Irán-Irak.
Algunos interpretan la estrategia de Trump como sofisticada debido a su aparente imprevisibilidad o porque rompe con el statu quo y las normas diplomáticas tradicionales. Creen que esta imprevisibilidad implica inteligencia táctica. Sin embargo, cuando esta imprevisibilidad se repite una y otra vez, se vuelve predecible y revela un patrón contrario a la sofisticación pretendida, como sucede con su recurrente manejo errático de aranceles que son promovidos y replegados una y otra vez.
Otros consideran que la agresividad en las negociaciones y la actitud impulsiva de «macho-alfa» de Trump constituyen atributos valiosos en sí mismos. De ahí que ciertos opinadores, especialmente aquellos que proliferan en plataformas como YouTube, infieran que detrás de sus acciones hay una estrategia meticulosamente calculada. Algunos incluso aventuran hipótesis pensando cómo ellos actuarían si estuviesen en su lugar, diseñando estrategias geopolíticas basadas en información limitada, como si se tratase de un ejercicio dejado en la escuela, sin pruebas reales de que eso corresponda con la estrategia real del gobierno estadounidense.
Estos analistas suelen partir de una premisa que parece sensata, e incluso confirmada por el propio Trump: su intención es evitar que China crezca más como potencia hegemónica y amenace los intereses estadounidenses. Desde esta perspectiva, interpretan su acercamiento a Putin y el abandono de Ucrania como una especie de «Nixon en China» en sentido inverso. Pero precisamente aquí es donde la estrategia se complica y algunas acciones empiezan a perder coherencia.
Las relaciones internacionales son intrínsecamente complejas, llenas de matices y variables difíciles de prever. Cada vacío que se deja en las relaciones internacionales será inevitablemente llenado por otro actor. Ignorar un pequeño detalle puede marcar la diferencia entre éxito y fracaso. Y quizás, precisamente, la estrategia de Trump esté resultando poco cuidadosa, influenciada en gran medida por impulsos populistas que, lejos de fortalecerla, terminan contaminándola.

Un punto importante es el trato que Estados Unidos le está dando a sus aliados estratégicos. Mientras hace concesiones a Rusia, trata mal a sus principales aliados lo cual envía un terrible mensaje. Ya hemos visto su comportamiento agresivo y prepotente con Canadá y México en torno a los aranceles. Ya hemos visto el trato confrontativo que ha mantenido con la Unión Europea. En la teoría, Estados Unidos tendría que mantener a la UE de su lado para debilitar la hegemonía China, pero con esa postura corre el riesgo de que sea la propia China quien comience a acercarse a Europa hoy despreciada por el gobierno de Trump a quien se le considera cada vez más un socio poco confiable. Aunque Trump diera marcha atrás con los aranceles o su alianza con Rusia, la confianza que le tengan sus principales aliados ya está, de alguna forma, trastocada, y eso puede llegar a convertirse en un problema enorme en alguna situación crítica.
Otro punto es uno que puede parecer una nimiedad pero que es ejemplar al sugerir torpeza en el planteamiento. China está recurriendo cada vez más al poder blando (soft power) para alimentar su hegemonía a partir de la influencia sobre otros países sobre todo de África. Trump decidió cerrar el USAID de tajo en vez de mejorarlo o depurarlo. Esta institución era, básicamente, un arma de soft power con el cual buscaba influir sobre otros países. Ese hueco que deja Estados Unidos básicamente es un regalo para China y Rusia.
Si bien, la pretensión de Trump es de «realismo político», tal vez la sofisticación no sea tanta y la realidad sea más sencilla y hasta un tanto desordenada. Trump siempre ha dejado claro su pensamiento: quiere un Estados Unidos aislacionista y multipolar porque él (y muchos de sus fanáticos) aseguran que muchos países se están aprovechando de Estados Unidos y por lo tanto deberían enfocarse exclusivamente en sus propios intereses. Esto implica romper con la tradición que inició con Woodrow Wilson, quien convirtió al país en un actor clave en la geopolítica mundial al decidir involucrarse en la Primera Guerra Mundial.
El problema es que este cambio nos llevaría de vuelta a un mundo multipolar y menos globalizado, lo que podría dar origen a más conflictos bélicos. Si bien hay mucho que reprocharle a Estados Unidos como potencia dominante—como a todas las que han ocupado ese rol—, su hegemonía, para bien o para mal, logró cierto grado de estabilidad y orden.
De todas las grandes potencias de la historia, quizás haya sido la menos mala. En este contexto, resulta aún menos deseable que un país con una tradición autoritaria, como China, intente asumir ese papel.
Y tal vez la estrategia de Trump corra el riesgo de lograr lo opuesto, que China se termine empoderando más y le termine por arrebatar el rol hegemónico a Estados Unidos.
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