Salen de la cancha Montesquieu y Alexis de Tocqueville, y entran Carl Schmitt y Vladimir Lenin
Vivimos tiempos de gran incertidumbre política, donde la idea de la democracia liberal enfrenta una fricción considerable. Líderes populistas y autoritarios, tanto de izquierda como de derecha, están ganando fuerza y consolidando su poder.
En política, la generación espontánea no existe; todo tiene una causa y una explicación. Si la democracia está siendo erosionada, no es por razones banales y falaces como «el pueblo es ignorante» o «el pueblo no sabe decidir». Las decisiones que las personas toman en las urnas suelen ser más razonadas e incluso sofisticadas de lo que solemos asumir. A veces, el verdadero problema radica en nuestra incapacidad para comprender el contexto y las circunstancias de quienes votan.
El orden político se sostiene en tanto las partes que lo componen permanecen en relativo equilibrio. El conflicto es inherente a la sociedad debido a la pluralidad de intereses y realidades que chocan en la arena política. La democracia permite a los ciudadanos expresarse, organizarse y elegir a sus representantes, reconociendo el conflicto y canalizándolo de manera que todas las partes puedan aspirar a tener influencia política.
La democracia es, por naturaleza, imperfecta. El filósofo Jacques Derrida afirmaba que la democracia es siempre algo «por venir», algo que nunca se alcanza por completo. No es un concepto cerrado ni definitivo, como creía Francis Fukuyama, ni puede reducirse a una mera serie de leyes y normas (la llamada «democracia procedimental»). Derrida la entendía como un sistema en constante deconstrucción. En este sentido, algunas democracias son más imperfectas que otras, y las más vulnerables a colapsar son aquellas que se alejan más de lo que idealizamos como democracia.
Uno de los errores de nuestros tiempos fue creer que la democracia liberal era un destino inevitable al que todas las naciones llegarían eventualmente. Otro error fue asumir que las dinámicas de mercado crearían una ola democratizadora en todo el mundo. Sin embargo, como bien señala Anne Applebaum, Rusia y China demostraron lo contrario, utilizando esas mismas dinámicas para consolidar sus regímenes autoritarios.
La democracia es, en realidad, un delicado juego de equilibrios que tiende a la entropía. Necesita ser recalibrada y retroalimentada constantemente para evitar su colapso. No es un sistema que pueda darse por sentado en ninguna parte del mundo. Este equilibrio se tambalea cuando el sistema es incapaz de resolver problemas que afectan a los individuos como la economía, la corrupción o la inseguridad como señala Adam Przeworski, o cuando un sector de la población deja de sentirse representado. Como afirman Pippa Norris y Ronald Inglehart, este malestar crea el caldo de cultivo para el ascenso de figuras populistas y autoritarias, que se presentan como la «voluntad del pueblo». Tal como advierte Nadia Urbinati, estos líderes empiezan a parasitar la democracia desde dentro, debilitándola progresivamente y, en el peor de los casos, anulándola para establecer un sistema autoritario, como ha ocurrido en países como Venezuela.
Las democracias enfrentan múltiples factores que pueden comprometerlas: crisis económicas, erosión de la confianza política, cambios tecnológicos (como el impacto de las redes sociales), dinámicas sociales en transformación, cambios generacionales (los jóvenes que no vivieron las crisis que precedieron a la democracia tienden a valorarla menos), y la debilidad institucional, especialmente en países con rezagos económicos. Estos factores, que son y serán una constante, exigen que la democracia se recalibre y adapte a un mundo en constante cambio.
El mayor desafío para la democracia es que, una vez perdida, es difícil recuperarla. Cuando un régimen cae en la autocracia, se pierden los mecanismos y, en muchos casos, los derechos individuales necesarios para su restauración.
Applebaum también señala que las autocracias no actúan como entidades aisladas, sino que forman un sistema interconectado. Este sistema une a varias autocracias que colaboran en ámbitos como lo militar, la propaganda, la desinformación y el intercambio de conocimiento. Además, incluye actores corruptos y complacientes que pueden encontrarse incluso en democracias, como empresarios o élites que se benefician de su relación con regímenes autoritarios. Esto complica aún más la posibilidad de que los países atrapados en una autocracia puedan salir de ella.
El problema, a mi parecer, radica en que aún no se ha logrado comprender plenamente la complejidad de este fenómeno, ya que intervienen múltiples variables. No hay explicaciones sencillas, sino una serie de fenómenos distintos que interactúan entre sí, como los mencionados anteriormente, entre otros.
Además, en muchas ocasiones, quienes buscan preservar el statu quo democrático no logran captar el malestar social (y a veces ni siquiera lo perciben), como lo ha demostrado la oposición partidista y, quizá, hasta ciudadana en México al desatender a un gran sector de la población, o el Partido Demócrata en Estados Unidos al ignorar a la clase trabajadora que solían representar. Esto provoca que estos actores sean fácilmente encuadrados como parte de una élite desconectada de la sociedad, poniendo en entredicho la legitimidad del sistema democrático. Los contrapesos y los sistemas de transparencia, fundamentales para su funcionamiento, son presentados por los líderes populistas como obstáculos «controlados por las élites», erigiéndose ellos mismos como la «voluntad del pueblo» para concentrar el máximo poder posible.
¿Qué hacer al respecto? Es difícil tener una respuesta clara. Mucho de lo que se ha hecho en defensa de los valores e instituciones democráticas ha sido de carácter defensivo y reactivo. Sin embargo, quizás ha faltado la autocrítica necesaria para que, desde el interior de la democracia, se puedan resolver estas problemáticas y adaptarla a las nuevas realidades, que por su propia naturaleza son cambiantes y fluidas.