Los seres humanos entendemos el mundo a través de relatos. Es gracias a ellos que somos capaces de poder dar forma y simplificar una realidad que suele ser demasiado compleja y caótica para nuestra capacidad de entendimiento. A través del relato podemos navegar en la realidad sin ahogarnos.
Los seres humanos construimos una identidad tanto personal (el relato de mi vida) como social, nacional, cultural, internacional gracias a los relatos que nos contamos, y, a través de ellos, es que le damos sentido a la existencia de instituciones, organizaciones, naciones y demás forma de organización humana.
Pero dichos relatos suelen, en el mejor de los casos, ser imprecisos. Por ejemplo, el relato de nuestra vida personal está ligada a nuestra memoria, la cual no necesariamente almacena una réplica exacta de lo acontecido sino que, además de numerosas cuestiones orgánicas, está afectada por sesgos implícitos que van desde un sesgo de selección (recordamos lo que consideramos más importante y olvidamos muchas otras cosas que consideramos no son importantes pero que podrían ser lo suficiente relevantes para explicar nuestro pasado de mejor forma) hasta el hecho de que solemos hacer una «reinterpretación de lo sucedido» que está condicionado por creencias, paradigmas y demás subjetividades. Basta ver cómo recordamos un acontecimiento en diferentes etapas a lo largo del tiempo, cómo es que no lo recordamos de la misma forma y lo reinterpretamos una y otra vez. Esto, sin mencionar las afectaciones y traumas psicológicos causados por los propios eventos del pasado que tergiversan la forma en que evaluamos aquellos hechos. ¿Es más importante recordar los hechos de forma objetiva, o recordar cómo es que los vivimos y sentimos al respecto?
En cuanto a los relatos colectivos, pasa algo parecido. Ya no se trata de un fenómeno psicológico sino sociológico (aunque lo psicológico nunca termina de estar ausente porque no dejan de ser mentes humanas las que, intersubjetivamente, interpretan el pasado) y uno donde las dinámicas de poder cobran gran relevancia. Si en lo personal, nuestra historia le da forma a nuestra identidad, lo mismo pasa con las organizaciones colectivas. La razón de ser de un país o una institución no solo tiene que ver con la función que cumple dentro de una comunidad dada, sino que es explicada y justificada por su historia, o más bien por el relato que nos contamos y el que consideramos como «la historia».
En la construcción de organizaciones colectivas, desde aquellas más nobles hasta las más inhumanas, existen dinámicas de poder: quienes forman parte (en todos los niveles) depositan un interés personal en ellas. Personalmente consideran que es de su conveniencia pertenecer a ellas en vez de no hacerlo (aunque en la realidad esa creencia no siempre esté sustentada). Básicamente se trata de un esfuerzo colectivo que implica cierta cooperación para satisfacer las necesidades individuales. Dado que muy rara vez las organizaciones colectivas son completamente horizontales y siempre muestran algún grado de jerarquía, entonces las diferentes personas tienen diferentes roles que no solo se explican por la función que su rol funge, sino por las distintas necesidades de los propios individuos que tratan de ser satisfechas por los distintos roles.
Para que la gente decida ser parte de una organización o interactuar con ella, esta debe tener cierta cohesión, la cual no solo se construye a través de las estructuras organizativas y operacionales, sino a través de los relatos. Esto se vuelve muy importante cuando la organización en cuestión es lo suficientemente grande como para que la proximidad de las relaciones personales no puedan sostenerla. Dichos relatos explican el por qué de la organización, por qué es importante, por qué es valiosa y por qué un individuo debería formar parte de ésta. Sin un relato, una organización no se sostiene.
Entonces, dado que los relatos son importantes para mantener una cohesión dentro de alguna organización, se vuelve indispensable construir uno lo más atractivo posible para que los individuos se sientan identificados con éste. Las aventuras idílicas, los héroes y los mitos funcionan muy bien en este sentido y está en el interés de quienes ostentan el poder de la organización dada promoverlos.
Así, aparecen en escena los héroes de la patria, las figuras políticas o religiosas a las que se les adjudica una benevolencia suprahumana. Quienes conforman o aspiran a conformar el statu quo engrandecen a ciertos personajes y satanizan a otros porque dicha configuración los coloca en un mejor lugar. Esta práctica ocurre tanto en las más sangrientas dictaduras como en las democracias más plurales. En las organizaciones siempre existirá una minoría que ostente gran parte del poder (ateniéndome al principio de Pareto) y esa minoría, ya sea política, económica, intelectual o de cualquier otra índole, buscará mantener el estado de cosas en tanto las mayorías formarán parte de porque consideran que pertenecer les conviene. La minoría entonces debe persuadir a las mayorías para que pertenezcan y la legitimen.
Aquellas mayorías pertenecen no sólo por razones instrumentales sino por una cuestión de identidad: yo «soy mexicano», yo «soy católico», yo «soy de Occidente» o «yo trabajo para Google» y ello implica compartir de alguna u otra forma el relato que sostiene a la organización. ¿A qué viene esto el Dalai Lama?
Nuestros tiempos se caracterizan por la deconstrucción de estos personajes y relatos. Nosotros, como contemporáneos, nos hemos vuelto más escépticos ante estos elementos que sostienen los pilares de las organizaciones, sobre todo en su versión más idealizada y mitificada. Nos hemos preguntado si su mitificación o idealización corresponde con los hechos y nos hemos dado cuenta de que por lo general no ocurre así. Hemos descubierto que la realidad dista de aquella clara distinción entre el bien y el mal típica de obras como El Señor de los Anillos y se parece más a Game of Thrones donde no existe una clara distinción y donde los matices abundan.
Incluso, el acto de mitificar se ha convertido en un defecto. Criticamos a quienes adulan e idealizan exageradamente a algún político o líder religioso; asumimos que están (auto)engañados, cuestionamos su criterio.
El lamentable acto del Dalai Lama implica la destrucción de un mito. ¿Cómo una persona tan elevada y tan sabia es capaz de cometer un acto aberrante? Muchos se preguntan. Tal vez la respuesta resida en que, en esa mitificación, suele omitirse que se trata de un simple ser humano tan imperfecto como nosotros y hecho de la misma materia que nosotros y que, por lo tanto, puede fallar. Tal vez las personas que idealizamos como perfectas no lo sean tanto y algunas incluso sean capaces de decepcionarnos profundamente.
Muchos de esos relatos que nos contamos están llenos de esas imperfecciones e inconsistencias. El individuo contemporáneo, al ser más escéptico, será más exigente al respecto. Ello puede ser algo paradójico. Si la gente tiene mayor capacidad o disposición para comprender que los ídolos y mitos no lo son tanto, si la vara «está más alta», entonces será un tanto más difícil construir relatos para levantar y sostener organizaciones porque dichos relatos serán sujetos a cuestionamientos que el propio relato tendrá que saber responder para sostenerse.
¿Cómo crear relatos e historias que den cohesión a las organizaciones humanas en un estado donde los individuos abordan con escepticismo dichos relatos? Es una duda muy razonable en tiempos donde la gente ya no cree en los políticos ni en la democracia en un tiempo en el que, paradójicamente, nuestra especie puede presumir estar, con algunos bemoles, en el mejor punto histórico de su desarrollo.