Recuerdo, hace más de diez años, que nos congratulábamos por la forma en que Internet expandía nuestra libertad de expresión.
No es que antes no existiera, más bien es que no teníamos los medios para expresarla. Los medios de comunicación tradicionales, por su mera arquitectura, no tenían el tiempo ni la capacidad para darle voz a todos, y por ello establecían filtros para decidir a quién darle voz: ello podía deberse a razones comerciales, ideológicas y, en el caso de los países menos democráticos, para alinearse con el gobierno. Esos filtros, se dice, ayudaban a reducir el impacto de los discursos extremistas. Rara vez ibas a ver a un comunista o a un ultraderechista con discursos de odio opinando ahí y mucho menos conduciendo algún programa (aunque ciertamente muchas veces llegaron a dar voz a personas con posturas pseudocientíficas como astrólogos y demás, sobre todo en la televisión).
Pero después de «emanciparnos» de los medios tradicionales, a esa pluralidad aplaudida se empezaron a sumar los «outliers», esos que antes dábamos por descontados o que creímos que iban a quedar en la marginalidad. Discursos de odio, narrativas radicales, teorías de la conspiración, desinformación (tanto la no intencionada como la deliberada) comenzaron a poblar la opinión pública dentro de Internet. Con el tiempo, ello comenzó a ser un problema. De pronto, que cualquier persona pudiera opinar (como bien señalaba Umberto Eco con su argumento de la legión de idiotas) metió mucho ruido a la red. De pronto, una persona que decía tonterías en un bar podía convertirse en un líder de opinión (influencer) por medio de una cuenta de Twitter, un canal en YouTube o un podcast en Spotify. Es más, ese «líder de opinión» podía llegar a aspirar a ser un representante popular.
Pronto nos dimos cuenta que para «informarnos en Internet» se necesitaban adquirir ciertas habilidades para discernir entre la información valiosa y el ruido. Y ello no es una tarea fácil porque para ello se necesita educación y, sobre todo, espíritu crítico. Pero la inmediatez que Internet representa lo hace todo aún peor, porque verificar información implica tiempo y esfuerzo que muchas personas no están dispuestas a llevar a cabo.
La desinformación y los discursos de odio (más allá de lo que esto signifique) siguen flotando en Internet. La primera hace que la gente tome malas decisiones (como no vacunarse, por poner un ejemplo) y la segunda enturbia la convivencia en las redes sociales, de tal forma que ello refuerza lo que la misma arquitectura de las redes parece generar: cámaras de eco donde la gente se expone solamente a los pensamientos afines.
Y el problema es ¿qué hacer con esos problemas? Ellos son reales y tienen un impacto negativo en la sociedad. Lo cierto es que la comunicación por Internet es algo nuevo y no hemos sabido establecer las reglas del juego, apenas estamos comprendiendo su dinámica y sus implicaciones.
En ello hay varios grados y matices. Algunos apelan a la libertad absoluta: que no haya reglas y no puedas ser censurado por razón alguna, mientras que otros esperan que la censura o «la cancelación» sea ya no solo sobre aquello en lo que todos pueden estar de acuerdo que es reprobable, sino con aquello que no se ajuste a sus preceptos ideológicos.
El caso de Joe Rogan es paradigmático por lo complejo que es. Artistas como Neil Young amenazaron con retirar su música de Spotify si ésta plataforma no retiraba los contenidos del podcaster por promover desinformación sobre las vacunas al sugerir que los jóvenes no deberían vacunarse y que utilicen un medicamento parasitario para combatir el virus (clara desinformación que contraviene a la evidencia científica).
La respuesta más simple podría ser que Spotify debería censurarlo porque está propagando desinformación (lo cual es cierto) que puede llevar a la gente a tomar malas decisiones. Una persona razonable debería estar de acuerdo con que es necesario vacunarse: la evidencia a favor de la vacunación es abrumadora y ciertamente cualquier postura antivacunas es, casi por definición, irracional.
Pero hablar de censura nos mete en un terreno fangoso, la cuestión no es tan simple. La ausencia total de censura es problemática: es correcto censurar a aquellas personas que busquen atentar contra la integridad de alguien más (digamos que promuevo atentar o agredir a una minoría). La libertad de expresión termina ahí donde comienza la integridad del otro, ahí donde tu derecho está atentando en contra del mío y donde mi integridad es más valiosa que tu derecho a decir algo.
El caso de Joe Rogan es más complicado. Todos estamos de acuerdo en que aquello que comunicó es desinformación y que ello puede hacer que la gente (que tome su palabra) tome malas decisiones que puedan comprometer su salud. Es cierto también que Joe Rogan no tiene la intencionalidad de poner en riesgo la integridad de los demás sino que opina desde la ignorancia y no comprende las consecuencias de lo que dice.
Si la respuesta para combatir la desinformación siempre es la censura, ello puede volverse muy problemático y riesgoso. Por ejemplo, ¿cómo determinamos qué es desinformación? En el caso de Joe Rogan parece claro porque la comunidad científica lo puede aclarar al mostrar la evidencia disponible, pero habrá casos en que determinar que algo sea desinformación pueda un tanto más complicado, y en esas situaciones existe el potencial de que se utilice la censura para callar voces contrarias a ciertos intereses: digamos que cometí un acto ilícito, que quien me acusa en las redes sociales fue testigo pero no tiene pruebas (digamos, me vio cometerlo pero no tenía un celular y no me grabó) y apelo a la censura como amenaza para que «se quede quieto». Esos puntos «intermedios» pueden ser aprovechados por el poder político o el poder económico para ejercer censura sobre aquellos actores que les parezcan incómodos.
Cuando entramos en estos matices, cuando no es evidente qué es desinformación, aquello que se pueda considerar desinformación se confunde con lo que contraviene lo que es socialmente aceptado o forma parte del statu quo y lo cual no es necesariamente algo malo.
También es cierto que yo puedo decir algo falso por desconocimiento: nadie sabe todo, todos ignoramos muchas cosas. Si se me censura lo tomaré cómo un ataque a mi libertad de expresión y, peor aún, tendré miedo de decir algo por miedo a equivocarme y me autocensuraré. ¿No sería mejor que alguien más me refute y me corrija?
Otro problema con la censura es el backlash que ésta puede generar. No es algo tan sencillo como decir que lo silenciamos y su opinión ya no va a ser propagada. Es posible que ese individuo busque otros canales o que algún movimiento de ultraderecha lo convierta en un mártir de la corrección política para fortalecer su discurso de que son «víctimas de una dictadura globalista» e incluso es posible que al final, ello termine haciendo que se propague más la desinformación.
Pero de ahí no se sigue que la censura sea indeseable en todos los casos. Es cierto que, en algunas ocasiones límite, la censura puede ser más eficiente que su ausencia. ¿Qué pasa si una persona quiere decir al aire un argumento que puede hacer que la sociedad tome decisiones apresuradas de tal forma que ello se traduzca en la pérdida de miles o millones de vidas? ¿Se le debería permitir decir lo que quiere decir a pesar de que está poniendo en riesgo millones de vidas?
¿El caso de Joe Rogan entraría dentro de esta circunstancia similar o tiene atenuantes como para sugerir que la censura no es prudente? ¿Cómo lo determinamos? ¿Por el número de vidas potenciales que pueda costar su opinión (lo cual es casi imposible de medir)? ¿Porque no tiene la intención de agredir a alguien? ¿O porque esté dispuesto a la réplica y que alguien más cuestione sus puntos de vista?
Si se va a ejercer dicha censura, ¿quién lo hará? ¿Spotify? ¿El Estado? ¿Qué riesgos existen si Spotify o el Estado la ejercen? Si se usa ¿cómo podemos estar seguros de que no se cometerán abusos? ¿qué mecanismos podrían utilizarse para garantizar transparencia al respecto?
Por otro lado, ¿podrían pensarse en alternativas que no impliquen la censura tal como la réplica anteriormente mencionada o el uso de fact checking (los cuales tienen un alcance limitado)? ¿Puede esperarse que sea la misma comunidad en Internet la que desacredite sus dichos?
Más allá de posiciones ideológicas, queda claro que habría que buscar un punto óptimo (el cual creo difícil de encontrar) y a partir de ahí establecer las reglas del juego, de tal forma que una persona no pueda poner en riesgo a muchas otras con lo que dice pero donde se maximice, en medida de lo posible, la libertad que tengo para opinar lo que quiero opinar. Es claro que las posiciones extremas son ineficientes en estos casos, pero es cierto que encontrar el sweet point es una tarea muy difícil.
Encontrar cómo solucionar este tipo de problemas es uno de los retos de la humanidad contemporánea. La tarea es difícil, pero tendremos que encontrar mecanismos a partir de los cuales se reduzca la desinformación y los discursos de odio sin que ello implique una fuerte restricción a la libertad de expresión.