El futbol es un espectáculo, ciertamente. Es una forma de entretenimiento. Así como vamos al cine o tocamos algún instrumento, uno se hace aficionado a un equipo de futbol y lo apoya. No puede ser visto como una forma de religión o un sustituto de elementos esenciales de la vida, ni de la participación política ni mucho menos del desarrollo personal o la necesidad de autorrealización (aunque ciertamente, hay gente que lo llega a tomar así). Ya lo expresaba muy bien Jorge Valdano al decir que «el futbol es lo más importante de las cosas menos importantes).
Pero, en su condición de espectáculo, el futbol tiene algunas particularidades (que ciertamente comparte con otros deportes en otros lugares) y es el sentimiento de identidad. El futbol profesional es un fenómeno inherentemente tribal e identitario: uno simpatiza y defiende a un equipo en detrimento del otro. Podría incluso ser visto como una versión amigable y lúdica de los conflictos nacionalistas o regionales expresados en la simpatía en una organización cuyo fin último es meter un balón a una portería. Pero la identidad no se reduce al conflicto, sino a la narrativa que subyace al equipo en cuestión.
¿Pero cómo es que un equipo de futbol genera un fuerte sentimiento de identidad en mucha gente? Un equipo no solo está ahí, está en una ciudad, representa ciertos valores, una narrativa alrededor de dicho equipo le da sustancia y eso que se dice que el equipo es o lo que representa hace que la gente se identifique con ello, porque hay un emparejamiento de su identidad o sus valores con los del equipo que apoya.
Se dice que la gente suele simpatizar más con los equipos ganadores, eso puede ser cierto pero sólo hasta cierto punto. La narrativa de triunfalismo es apenas una parte, no es condición necesaria ni suficiente, tiene que existir algo más. Pensar que es racional apoyar a un equipo ganador porque da más glorias es un approach muy limitado y superficial. Si esto fuera así, el Atlas tal vez no existiría o casi nadie lo apoyaría. Lo cierto es que el Atlas suele ser, de acuerdo con muchas encuestas hechas a lo largo del tiempo, uno de los 8 equipos más populares de toda la liga.
¿Por qué alguien le va al Atlas, si casi no ha ganado nada y solo da lamentos a la gente que lo sigue? Es simple, es una cuestión de identidad. Ser del Atlas es ser muchas cosas: se pertenece a algo, a los «valores rojinegros», a la juventud, a la eterna esperanza, al ser aquél David que aspira a vencer a Goliat, a la necesidad de tener un enemigo para reafirmar su identidad (como bien lo explica Umberto Eco) y que se plasma en las Chivas, así como ocurre con el Real Madrid con el Barcelona.
Aunque yo no soy una persona muy futbolera, en el sentido de que no soy de esas personas que va todas las semanas al estadio ni ve todos los partidos en la televisión, siempre estoy pendiente de lo que ocurre con mi equipo. Mi caso puede sonar muy particular: se trata de una tradición familiar. Mi abuelo, Rafael Sánchez Pillot, fue uno de sus directivos más importantes y transmitió la «filosofía Atlas» a toda la familia. Además, mi padre (su yerno) estuvo en la directiva en la década pasada. El Atlas tiene que ver con una cuestión de identidad familiar. Pero mi caso es una peculiaridad, y es que el Atlas va más allá, hay algo de épico en lo que la institución significa.
Lo que ocurrió en el Estadio Jalisco habla mucho de lo que representa el Atlas como identidad: aquella entidad que siempre ha estado en condiciones desfavorables, que empieza «desde abajo» y que se redime venciendo una cantidad casi infinita de obstáculos para llegar a la gloria. Hay muy pocas finales en el futbol mexicano (en lo particular no recuerdo una) que haya desatado tanta pasión entre sus aficionados. No solo se trata de esa frustración acumulada a lo largo de setenta años (los más jóvenes deberían entonces ser los menos entusiastas por tener menos años frustrados y ello no ocurre) sino más bien de la narrativa que se construye a partir de ello y que contribuye a su epicidad: no es casualidad que su principal grupo de apoyo se llame la «Barra 51» haciendo alusión al año en que ganaron su primer campeonato.
La enorme cantidad de años sin ser campeón tan solo establece el punto de partida: se empieza desde abajo, desde ahí donde se reciben muchas burlas y humillaciones, desde donde nadie cree en ti para luego resurgir, contra todo paradigma establecido y escalar, desde allá abajo, hasta la gloria para, apelando a la mitología que le da nombre al equipo, sentir que se sostiene al mundo: el mote de furia posiblemente no sea gratuito.
Por ello es que esta final fue jubilosa como pocas, porque la narrativa que sostiene a la identidad del Atlas es mucho más ambiciosa (cercana a la utopía) que la narrativa de los equipos ganadores. El Atlas aspira a cosas mucho más grandes con relación a su «aparente» capacidad. Hasta se da lujo de tener un rival históricamente mucho más poderoso (las Chivas) para que, a partir de esa asimetría de poderes, fortalezca la narrativa del débil que puede emerger lo cual, dicho sea de paso, reafirma su idedntidad.
Esa sensación de remar contracorriente, de hacer posible lo absolutamente imposible y lograr lo impensado genera una sensación de gloria mucho mayor, tanto que se dice que muchos aficionados no sabían ni cómo festejarlo. El aficionado del Atlas tiene pocas glorias, pero cuando llegan, le llegan como a nadie más: es tan grande que hasta el aficionado del equipo rival quiere contagiarse un poco de ella; es tan grande que la opinión pública (nacional, y cuando menos) se vuelca con más enjundia que en el campeonato de muchos otros equipos. Ese coctel de tradición y abolengo junto con esa epicidad del «zorro» un underdog que emerge desde la más profunda y fría oscuridad hacia el pináculo de la gloria. No hay otra cosa que pueda explicar esto, es algo mucho más difícil de explicar que de sentir:
Ello no significa que con el título el Atlas pierda su narrativa e identidad al haberse consumado el relato. Por el contrario, lo que ocurrirá es una continuación de este relato épico. Ya no trata de aquel que estaba abajo esperando emerger, sino aquel que ya lo logró, aquel que tiene algo que contar y que podrá traer glorias futuras. Alguien que emerge desde abajo y vence ya no puede ser subestimado y humillado, se le tiene que tener respeto.
En 1999, a raíz del subcampeonato, el equipo ganó más aficionados por el simple hecho de que aquel acontecimiento, ese equipo que llegó a la final por medio de jóvenes aguerridos, dejó entrever que había una esperanza: el Atlas estuvo a punto de emerger, perdió en la raya y de forma muy digna. Por ello, la nostalgia del aficionado se enclavó ahí. Quien pierde dignamente se fortalece como narrativa, porque muestra fuerza, tesón y garra, no se rinde. Incluso puede ser más digno que aquel que gana cómodamente. El 99 fue un aviso de que el relato épico podría consumarse.
Por eso el Atlas es popular, a pesar de sus escasas victorias, y por eso su victoria sabe a tanto, porque ha logrado construir una narrativa épica con la que muchas personas se identifican (remando contracorriente con aquella idea del triunfalismo como principal atractor), una que incluso da esperanzas al individuo: si el Atlas es campeón, entonces cualquier cosa es posible.