La académica Viridiana Ríos publicó en Expansión un artículo que me llamó mucho la atención (atención que me atrajo con el título y que corroboré al terminar de leer el texto) porque me parece que tiene muchos errores, omisiones e imprecisiones desde la ciencia política. Me pareció relevante hacer esta contrarréplica tanto por lo anteriormente mencionado como por el hecho de que es un tema relevante, de interés y muy vigente.
Viridiana Ríos comienza su texto haciendo la siguiente afirmación:
«Pensar que los organismos de gobierno no pueden desaparecer o cambiar, no es ser demócrata, es ser autoritario».
La frase es muy ambigua y, aunque suena polémica, prácticamente no dice nada.
Primero, que yo piense o incluso exprese que las instituciones no pueden desaparecer no me hace una persona autoritaria, tan solo estoy expresando una visión política. Segundo, esa sugerencia como tal tampoco es autoritaria: un régimen demócrata bien puede mantener sus mismas instituciones sin cambios sustanciales y no por ello deja de ser demócrata. Muchas de las instituciones (en especial de democracias consolidadas) llevan muchas décadas en pie sin cambios sustanciales y no pasa nada.
Además, dudo que alguien esté haciendo esa sugerencia. De la afirmación «hay que defender las instituciones» no se implica que estas no puedan sufrir algún cambio alguna de estas pueda desaparecer como sugiere Viridiana. Cuando se hace esta afirmación se hace hincapié en evitar el abuso de poder o la improvisación de forma arbitraria.
Las instituciones son organismos que desempeñan funciones de gobierno que les han sido conferidas por la constitución u otras leyes… Las instituciones, así definidas, surgen como resultado de procesos políticos, visiones y acomodos de fuerzas… Por ejemplo, la CRE, como hoy la conocemos, fue creada durante el sexenio de Peña Nieto como parte de la reforma energética.
Primero, vale la pena mencionar las acotaciones que hace el profesor del CIDE Mauricio Dussange al respecto en un hilo de Twitter (que recomiendo leer en su totalidad): Viridiana comete dos errores en esta afirmación: 1) las instituciones son organismos que desempeñan funciones de Estado, no de gobierno y 2) la CRE fue creada en 1993, no en el régimen de Peña Nieto.
Tiene razón Viridiana cuando dice que las instituciones surgen como resultado de procesos políticos, visiones y acomodos de fuerzas. ¿De ahí se infiere que puedan cambiarse indiscriminadamente? No, en lo absoluto, ni tampoco implica necesariamente que sirvan a los intereses del régimen. Muchas instituciones creadas en el régimen del PRI hegemónico siguen en pie y funcionando a pesar de los cambios de gobierno. Muchas instituciones trascienden a los regímenes que los crearon porque su tarea resulta beneficiosa para la sociedad: el IMSS es un claro ejemplo, también el INE, Banxico, el INAI y muchas otras instituciones.
Este párrafo me llamó particularmente la atención:
La democracia es por naturaleza cambiante. El autoritarismo no. Con el autoritarismo la decisión tomada es terminante.
Esta frase es muy curiosa y engañosa. Bajo su supuesto las democracias más consolidadas son las que cambian de instituciones como de calcetines y eso no ocurre. Los cambios bruscos no son deseables en una democracia, cierta templanza es sana: que haya que cumplir una serie de condiciones para llevar a cabo una reforma constitucional (como mayoría calificada y aprobación en congresos estatales) busca evitar ello. Básicamente son candados para permitir cierta estabilidad y procurar que los cambios institucionales no sean agresivos de tal forma que no comprometa el orden institucional. Este espíritu se encuentra, por ejemplo, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793 en su artículo 28: «Un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras«. De la misma forma, dado que la Constitución requiere estabilidad, Alexander Hamilton, en The Federalist Papers afirma que estos procedimientos «protegen por igual contra esa facilidad extrema que haría a la Constitución demasiado variable y contra esa exagerada dificultad que perpetuaría sus defectos manifiestos. Además, capacita al gobierno general y al de los Estados para iniciar la enmienda de los errores, a medida que los descubra la experiencia de uno y otro sector».
La democracia no contrasta con el autoritarismo por su naturaleza cambiante, los regímenes autoritarios también pueden llegar serlo e incluso necesitan serlo cuando un país transita de una democracia a un sistema autoritario: algo que omite Viridiana Ríos es que las transiciones de la democracia al autoritarismo suelen caracterizarse precisamente por esa naturaleza cambiante que ella desea. Basta recordar que el régimen de Hugo Chávez llevó o intentó llevar a cabo varias reformas constitucionales que le garantizaran una mayor permanencia en el poder y que ha seguido haciendo su sucesor Nicolás Maduro.
Eliminar instituciones no solo es deseable en una democracia, es necesario para dar pie a mejores innovaciones y arreglos. De hecho, los arreglos democráticos que en la actualidad más reflejan el interés colectivo surgieron precisamente al erradicar instituciones previas.
Esta afirmación solo puede ser contextual y nunca categórica. ¿Qué instituciones pretenden eliminarse? ¿Por qué razón? Eliminar alguna institución es deseable cuando la existencia de dicha institución no tenga un impacto positivo en la nación, no tenga utilidad alguna, su tarea pueda ser fácilmente reemplazable por otra u otra configuración sea más eficiente. Más allá de visiones y arreglos políticos, la eliminación de alguna institución debería estar justificada en este sentido. El cambio institucional puede ser positivo, pero también negativo.
Vale la pena insistir que cuando se habla de «defender las instituciones» no se está sugiriendo la imposibilidad de que alguna pueda ser cambiada o sustituida (incluso en algún caso su defensa podría sugerir su mejora), de lo que se habla es de defender aquellas instituciones que sí tienen utilidad alguna para el país de su mal uso, modificación arbitraria o intento de eliminación para supeditar dicha utilidad al interés político del régimen en turno.
Hay quien no quiere democracia y prefiere un gobierno de élites, una aristocracia.
Cuando hablamos de la democracia como el gobierno del colectivo debemos tener cuidado, porque este concepto suele ser mal usado por los regímenes populistas que se ungen como «la voz del pueblo». La visión moderna de democracia se sostiene en tres pilares: un gobierno representativo, la separación de poderes y el sufragio universal. Ésta, como bien comenta Bernard Manin en su libro «Los Principios del Gobierno Representativo», tiene un componente aristocrático y otro democrático en el sentido clásico. En un gobierno representativo la sociedad elige a sus representantes (componente democrático) de una élite política (componente aristocrático), aunque ciertamente cualquier ciudadano está facultado para participar en política.
Vale la pena señalar ello porque en la democracia moderna el ciudadano elige a alguien para que lo represente y tome decisiones a su nombre. Evidentemente las cosas no terminan ahí ya que, según Robert Dahl, deben existir ciertas condiciones para que el sistema político democrático funcione (eso que llama poliarquía): 1) Libertad de organización y asociación, 2) Libertad de expresión y pensamiento, 3) El derecho al sufragio, 4) El derecho a competir por el apoyo electoral, 5) Fuentes de información accesibles, 6) Elecciones periódicas libres y justas que produzcan un mandato limitado y 7) Instituciones que controlen y hagan depender las políticas gubernamentales del voto y otras expresiones de preferencias. Estas condiciones permiten al ciudadano una participación más activa, pero ello no implica que el colectivo gobierne directamente como sugiere Viridiana, sino más bien que exista una representatividad más efectiva y una mayor participación ciudadana que funja como contrapeso al poder político.
Esto significa que la ciudadanía siempre va a ser gobernada por una élite política, así como el día de hoy está gobernada por una (que no se asuma como élite sino como voz del pueblo es otra cosa) y ello no implica que tengamos un régimen aristocrático y no uno democrático.
La democracia no es el gobierno de los expertos, ni de los que saben más. La democracia es el gobierno del colectivo. Y el colectivo tiene el derecho y la prerrogativa de cometer aciertos y errores.
Cuando Viridiana Ríos habla del gobierno de los expertos, hay que hacer una observación importante. La politóloga Nadia Urbinati denomina unpolitical democracy a aquella configuración que deslegitima la opinión política en favor del «expertismo» ya que, comenta ella, neutraliza todo aquello que caracteriza a la política democrática y que está asociado con la disputa, el desacuerdo y la deliberación. No es deseable que los «expertos» trabajen y deliberen sin tomar en cuenta las necesidades y requerimientos de los gobernados: esta es una de las razones que explican la creciente desafección democrática que viven muchos países. De igual forma Hanna Pitkin se pregunta hasta qué punto los especialistas y expertos representan a sus clientes ya que ciertamente los expertos saben mucho más que aquello que saben los ciudadanos.
Sin embargo, no considero que este sea un problema que se explique por la mera presencia de los expertos, sino por su distanciamiento con la ciudadanía. Si los ciudadanos votaron por un partido o por un conjunto de ideales políticos, los expertos, que reciben el mandato de la sociedad, tendrían que buscar llevarlos a cabo de la mejor manera y con el mejor diseño de política pública. Es claro que hay una tensión aquí ya que el ciudadano, por lo general, no tiene la preparación para saber qué es lo que se requiere en muchos de los ámbitos políticos o económicos y, de hecho, por esa misma razón, los políticos que tienen un cargo público delegan ciertas funciones a los especialistas. Los expertos deberían tener la capacidad de comunicar sus visiones o decisiones a la ciudadanía y explicar de forma comprensible cómo es que sus decisiones empatan con sus necesidades y con las razones que llevaron a votarlos.
Tal vez Viridiana no se equivoque completamente en este punto (por el distanciamiento de las élites políticas y no por la mera presencia de los expertos) pero ello no le da la razón en su argumento principal. El problema no es que las instituciones sean prescindibles, el problema es que la élite política (hoy opositora) no ha sido capaz de explicar a los gobernados por qué dichas instituciones son importantes, aunque ciertamente la población reconoce la utilidad de algunas de ellas, como es el caso del INE que mantiene una calificación aprobatoria por parte de los ciudadanos a pesar de los ataques del régimen. Que el distanciamiento exista no implica que lo deseable sea el gobierno de personas incompetentes ni que el gobierno ejecute todo lo que el pueblo pida sin importar si el pueblo tiene o no dominio sobre aquél tema de interés (recalcando que el mandato como entidad homogénea suele confundirse con el mandato del líder que dice ser su voz). Por ello mismo Nadia Urbinati pone el dedo en la llaga de aquello que llama populist power, en el cual se les da a las masas, como una entidad homogénea, la virtud de la sabiduría y a la que se agrega la virtud de la mobilización.
Cuando Viridiana habla del interés del colectivo, pareciera que habla en este sentido: en el de la voluntad general de Jean Jacques Rousseau a la que gustan apelar los líderes populistas. La realidad es que los ciudadanos no tienen los mismos intereses y por ello se organizan distintos partidos políticos. En cualquier configuración hay ganadores y perdedores y es prácticamente imposible llegar a una configuración que sea Pareto superior ya que necesariamente alguien se va a ver perjudicado (claramente lo deseable es una configuración donde, en su totalidad, se maximice el beneficio, donde haya más ganadores y donde los perdedores pierdan lo menos) y por ello es que en una democracia es necesaria la disputa y la deliberación que si bien es cierto que lo que Urbinati denomina unpolitical democracy neutraliza, es ya de plano casi eliminada en un arreglo populista donde se considera que el pueblo o el colectivo tiene las mismas necesidades.
Claro que hay quien piensa que esto no debe ser así. Argumentan que los votantes tienen malas ideas y por ello, empoderan a políticos ignorantes. Asumiendo (sin conceder) que sea así, ese es un riesgo natural de la democracia. Si se quiere evitar ese riesgo, se debe luchar en el terreno de lo político para convencer a los votantes de que piensen diferente y así lograr el empoderamiento de mejores políticos.
Para concluir, me parece que esta afirmación busca crear un hombre de paja para descalificar a aquellos que piden defender las instituciones. Sin embargo, esta afirmación no tiene sentido.
Suponiendo (cosa muy probable) que con esta afirmación Viridiana se quiso referir a los que «critican a quienes votaron por AMLO», lo que es un hecho es que las instituciones respetaron a cabalidad la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Podrán pensar misa y podrán albergar prejuicios, pero a nadie le están restringiendo su derecho a votar (independientemente de que se equivoque o no) y eso es lo que importa.
Además, así como López Obrador guarda legitimidad como Presidente de la República, la oposición tiene todo el derecho de fungir como oposición y pedir que se respeten las instituciones. Si la mayoría votó por López Obrador y López Obrador busca atentar contra las instituciones, ello no significa de ninguna manera que sea algo deseable ni que la oposición no tenga derecho a oponerse a ello.
Conclusión
Solo quiero agregar que, aunque no se haya dado cuenta de ello al escribir el texto, pareciera que Viridiana está legitimando la tiranía de las mayorías como la definió John Stuart Mill (o, en todo caso, la tiranía del poder político mismo que dice representarlas). Al hablar de una voluntad del colectivo como cosa única y al asegurar que el cambio institucional siempre es deseable, se corre el riesgo de que una mayoría imponga su voluntad sobre los demás. Son precisamente esas restricciones al cambio lo que permiten que los cambios institucionales no deriven en un uso abusivo y arbitrario por parte del poder que dice representar a dichas mayorías. Son precisamente esas instituciones que no pueden cambiarse por un capricho las que lograron contener los desplantes autoritarios de Donald Trump y son esas mismas las que permitieron a López Obrador ganar la presidencia en 2018.