En el no mucho tiempo libre que la maestría me deja me puse a reflexionar: ¿Por qué la gran mayoría de los influencers de izquierda son de clase media-alta o alta? ¿Por qué la gran mayoría son blancos en un país donde la mayoría de la población, sobre todo aquellas que la izquierda dice acostumbrar representar, es morena: mestiza o indígena?
Pensemos en Antonio Attolini, en Simón Levy, en Diego Ruzzarín, Estefanía Veloz, Alberto Lujambio, Hernán Gómez Bruera. Todos ellos vienen de un sector privilegiado (todos ellos tienen estudios, tienen recursos económicos y contactos) y su posición ha sido indispensable para que estén donde estén.
Las únicas excepciones que me vienen a la mente son Gibrán Ramírez y Tenoch Huerta, pero luego puedo mencionar más «influencers» (que ahora son parte de gobierno) como Pepe Merino o Andrés Lajous que también vienen de buena cuna.
Es más, basta comparar la distribución socioeconómica y fenotípica con los influencers de «ultraderecha» que recibieron a Santiago Abascal de Vox, de quienes asumiríamos que son defensores de los privilegios o el orden social prevaleciente. La distribución es parecidísima: la mayoría es blanca y los morenos son la pequeña excepción.
¿Por qué sucede esto?
En este texto no pretendo caer en lugares comunes. No creo que ser de buena posición socioeconómica o ser de fenotipo más caucásico sea incongruente con el hecho de ser de izquierda. Es más, no sería siquiera incongruente que una persona de izquierda cargue con un iPhone en tanto anhele un mundo más igualitario en el cual todas las personas puedan aspirar a comprar uno. Mi texto no pretende recriminar a estos influencers su postura ideológica (más allá de mis discrepancias con algunos de ellos). Lo que pretendo hacer es tratar de explicar por qué esto ocurre y qué problemas hay con eso. ¿Por qué es la gente que pertenece a una élite económica, social o hasta académica y no la que es «parte del pueblo» la que tiene un micrófono y exposición para hablar de justicia social? ¿Por qué no es un líder sindical o un profesor que trabaja con gente que vive en la pobreza?
Lo más fácil de explicar tal vez sea el hecho de que la gente que vive en la base social no acceda con facilidad a esos espacios. Una persona que tiene que pensar en qué comer y cómo satisfacer sus necesidades básicas difícilmente tendrá las condiciones para convertirse en un líder de opinión: para ello se necesita educación superior (tal vez con algunas excepciones) y tener la capacidad para crear un liderazgo de opinión: ello explica por qué todas las revoluciones (la mexicana, la rusa, la francesa o la cubana) no fueron empujadas por el pueblo oprimido sino por las clases medias que hablaban a su nombre (y que luego tomaron el poder a su nombre y no en pocos casos se perpetuaron «a su nombre»). Pero también hablamos de influencers que requieren una computadora o un teléfono móvil con acceso a Internet.
Otra cuestión que pueda darnos alguna pista es la educación. En Occidente, la izquierda (cada vez más alejada del marxismo y cada vez más cerca de la posmodernidad) se ha vuelto más elitista con el tiempo. Ciertamente, no pocos líderes de izquierda en la historia tenían cierta educación, pero como comenta el filósofo Michael Sandel en su libro La Tiranía del Mérito, la izquierda, con el tiempo, se ha encasillado en la intelectualidad o la academia de tal forma que se ha alejado de las clases bajas a las cuales acostumbra ver cada vez más por «encima del hombro»: ello explica, dice el autor, que estas clases, alienadas, voten más a Donald Trump o a Marine Le Pen que al partido socialdemócrata.
La izquierda actual se preocupa más por la equidad de género o los derechos de la comunidad LGBT (lo cual en sí no es algo malo) que por los obreros o los campesinos (lo cual sí es un problema). Es decir, la izquierda contemporánea se ha abocado más a preocuparse por las minorías visibles en su propia clase que por aquellas personas de clases socialmente deprimidas. Si bien, es cierto que López Obrador está muy lejos de formar parte de esa «izquierda cultural» que le es tan ajena, sí que muchos influencers de izquierda en México (tanto aquellos que son seguidores de AMLO como aquellos que no) forman parte de esta nueva corriente, o bien, la amalgaman con la izquierda más clásica (aunque sin esa convicción o esa disposición a «ensuciarse los zapatos» de los izquierdistas de antaño). Se preocupan por los de abajo, pero desde muy arriba.
Su participación consta de una discusión dentro de una élite en la que la mayoría no participa.
Pero aún haciendo este descarte todavía nos queda un gran trecho de la población. Si uno se pasea por la UNAM verá que muchas de las personas que estudian ahí no son caucásicas. Muchas de esas personas (sobre todo en ciencias sociales) tienen ideales políticos, gustan hablar del tema e incluso participan en manifestaciones. Si esas personas tuvieran la mismas oportunidades para acceder a los espacios de opinión para volverse influencers u opinadores relevantes entonces tendríamos que ver otro tipo de distribución fenotípica y de clase: una donde ciertamente existan algunos de fenotipo más caucásico pero también algunos morenos e incluso alguno que otro indígena. Sin embargo, eso no ocurre. Algo pasa que muchos de ellos se quedan «atorados» en el camino y solo pocos logran avanzar.
Aquí se vuelve más difícil de discernir qué es lo que está pasando. ¿Será que las personas de clase media-alta o alta tienen el suficiente tiempo libre o los contactos que el clasemediero no tiene? ¿Es que, siguiendo a Sandel, la sociedad en su conjunto está discriminando más a los líderes de opinión por su nivel educativo? ¿Será que hay una actitud diferenciada ante la gente por su apariencia fenotípica? ¿Será que la gente más «clasemediera» al ver que las barreras de entrada son algo más altas, desista de ser líder de opinión? Son preguntas que dejo al aire porque me son imposibles de contestar sin evidencia en mano: posiblemente podrá ser un muy buen tema de investigación para quienes estudian un doctorado. Lo único que sí puedo decir es que la distribución fenotípica y de clase no es producto de la aleatoriedad.
¿Y cuál es el problema?
La izquierda dice ser cercana al pueblo y conocer las necesidades de la gente más de lo que lo hace la derecha. Ciertamente, como afirma el psicólogo social Jonathan Haidt en su libro The Righteous Mind, la gente de izquierda (o progresista) tiene una mayor facilidad para preocuparse por «el otro» que sus contrapartes de derecha. Sin embargo, no es lo mismo leer a Marx o a Piketty que vivir la realidad que vive la gente que dicen representar. No es que sea inútil leer a autores o estudiar, todo lo contrario, pero ciertamente la experiencia te da una sabiduría que no necesariamente te da la educación formal. Muchos líderes históricos de izquierda, aunque fueran de buena posición económica, se ensuciaban los zapatos, daban discursos. Los de hoy opinan en redes sociales y, en algunos casos, los invitan a programas de opinión. Habría que preguntarle a la gente que vive en colonias populares o con cierto grado de pobreza si saben quien es Diego Ruzzarín o Simón Levy. Seguramente la gran mayoría contestará con una negativa.
Al final, su participación consta de una discusión dentro de una élite sobre cómo debería ser el mundo y qué es lo mejor para toda la población, pero en la que la gente que no forma parte de esa élite prácticamente no participa.
Lo que habría que preguntarse es si estos influencers de izquierda conocen la realidad de aquellos que dicen defender y de quienes hablan a su nombre. Estos influencers hablan de desigualdad, de la canasta básica, de la escasa movilidad social y de otros temas que seguramente tienen cierta relevancia, pero difícilmente conocen el día a día que viven estas personas más allá de los artículos o las notas sensacionalistas de los noticieros. Al de abajo lo observan desde arriba, desde una posición privilegiada.
El problema con ello es que entonces ellos asumirán que saben lo que los otros quieren cuando realmente no lo saben, con lo cual se corre el riesgo de convertirse en una suerte de imposición: «tú no sabes lo que quieres, mientras que yo, que tengo educación y preparación y que, sobre todo, soy de izquierda, sé qué es lo que quieres y necesitas, y lo diré en canales que seguramente tú no ves: en Twitter, en un programa de TV de paga». Una actitud así no podrá hacer otra cosa que generar resentimiento entre aquellos con los que dicen empatizar como ha ocurrido con el Partido Demócrata en Estados Unidos.
Y de igual forma ocurre cuando el gobierno pretende reivindicar a los indígenas cuando casi nadie de los integrantes es indígena ni mucho menos representa a una de esas comunidades. Ello se vuelve una imposición porque entonces el «no indígena» le dice al indígena cómo es que tiene que se reivindicado (lo cual es completamente paradójico).
La mejor forma de que el pueblo se escuche es que más personas que vienen de abajo tengan mayor acceso al micrófono. Evidentemente, si existiera una mayor movilidad social, esto sería más posible. Seguramente la perspectiva de la gente que viene «de abajo», que sabe lo que es estar abajo, será muy enriquecedora y le dará más voz al pueblo.
Todo esto no quiere decir que los «influencers» actuales no tengan la capacidad de aportar algo valioso a la discusión ni mucho menos que se les deba descartar solo por el hecho de tener una buena posición socioeconómica (más allá de que muchos de ellos no sean de mi simpatía), lo que es cierto es que sus opiniones estarán casi condenadas a emitirse desde una postura elitista (es decir, desde su condición de miembros de una élite económica, social o académica) por lo que siempre quedará algo «incompleto» y lo que es cierto es que correrán el riesgo de asumir qué es lo que la gente más desfavorecida quiere cuando pocas veces realmente han convivido con ella y poco conocen de sus necesidades.