Un simple concepto o mecanismo irrumpió en el ethos social y ha modificado ya no solo las relaciones sociales sino los contenidos que consumimos en Internet: ese es el like (y sus símiles o derivados como los corazones en Twitter, Instagram o TikTok que vienen a ser lo mismo, o las extensiones del propio like en Facebook como el «me importa» o «me encorazona»).
Lo vemos en todos lados, ese pulgar arriba símbolo de aprobación o de interés que hace que nuestro cuerpo despida dopamina. A partir de los likes nos creamos una narrativa de nosotros mismos y nuestra interacción con los demás (la cual no necesariamente termina de corresponder con la realidad, incluso muchas personas tienen la osadía de medir su éxito social a partir de ellos, pero hoy no me voy a centrar tanto en los efectos que el like tiene en los individuos como tales, hace algunos años escribí este artículo que, me parece, sigue vigente.
Hoy quiero escribir sobre los efectos que el like tiene en los creadores de contenido, lo cual, a su vez, afecta sobremanera la forma en que los contenidos en Internet se presenta (y, a su vez, está estrechamente ligado al efecto que tiene en las personas como tales y cómo es que puede modificar patrones de comportamiento, lo cual es más notorio en TikTok). Al igual que en el caso de las personas comunes, existe una carrera por los likes así como por la cantidad de suscriptores. Ya sea Youtube, Twitter, Instagram o TikTok, este mecanismo ha creado una suerte de incentivos (a veces perversos) que terminan modificando la forma en que los contenidos se presentan.
Hace poco platicaba con un amigo quien me decía que la mercadotecnia política era una suerte de perversión de la política misma: en vez de que las campañas ofrezcan información a los individuos de tal forma que tomen una mejor decisión en las urnas (lo cual ciertamente pasa, pero de forma secundaria), se posicionan a los políticos como productos de mercado que se ofrecen después de haber estudiado al mercado meta. Sin embargo, dada la dinámica de las elecciones (buscar convencer al elector) y de las herramientas disponibles para ello, llegué a la conclusión de que los incentivos para hacer de la elección un despliegue mercadotécnico son altísimos e incluso es casi inevitable que ello no suceda.
Algo así ocurre, me parece, con los influencers y el diseño de las plataformas a través de las cuales comparten contenidos. Si en la política se esperan buenos candidatos, en las redes sociales se esperaría que el influencer se centre en crear buenos contenidos. No niego que en las redes uno puede encontrarse contenidos de gran calidad, pero también nos encontramos a influencers hacer todo lo posible (y en detrimento de los contenidos mismos) para ganar likes y suscriptores, lo cual está asociado a su vez con un algoritmo cada vez más inteligente y complejo que, a su vez, está asociado con el dinero que ganan a través de la plataforma.
Es posible que estos incentivos creados hayan motivado a Yosstop a subir un video donde estaban violando a una menor de edad y por lo cual hoy está tras las rejas mientras se le juzga. Es posible que Yosstop haya pensado que un contenido así podría viralizar su contenido o darle muchos likes. Los youtubers buscan mantenerse vigentes no solo por el hecho de que teman que su público se olvide de ellos, sino porque el algoritmo (ese que te presenta una lista de videos recomendados en la página principal) es muy caprichoso y necesitan estar llamándote la atención para que no dejen de aparecer en tu página principal.
Influencia es poder, y los «creadores de contenido» lo saben. Esta se mide, en gran medida, por el número de likes y suscriptores. Dichos creadores no esperan ganar «reputación académica» sino llegar a más gente, la influencia en las redes sociales se monetiza: por más alcance tengas, por más personas te vean, te sigan y te recomienden, más dinero ganas. Pero no solo es un asunto de dinero, sino de egos. Muchos influencers intentan crear una narrativa sobre su persona que, además de que sea económicamente rentable, los posicione como «alguien»: ser alguien te da dinero y, a la vez, ganar dinero significa que eres alguien.
Ante la avalancha de críticas que recibió en Twitter, Diego Ruzzarín decidió restringir el acceso a su cuenta (no sin haber bloqueado a muchos tuiteros, práctica común en muchos «influencers de Twitter). Este tipo de acciones se debe, en muchos casos, al temor de que esa narrativa que los influencers buscan crear de sí mismos se ponga en entredicho. De la misma forma, es posible ver cómo personajes como Ruzzarín gustan de publicar extractos de sus videos donde se imponen intelectualmente a otras personas: «aquí le doy unas lecciones de política a Chumel Torres», aquí destruyo a Carlos Muñoz. El propio Carlos Muñoz, al haberse creado la percepción (adecuada, considero) de que había perdido el debate y que Ruzzarín lo había exhibido, decidió bajar el video de su canal de YouTube. Todo se trata de crear una reputación que alimente el ego y que pueda monetizarse.
No es que las personas, de la noche a la mañana, se hayan vuelto más egocéntricas. Ocurre más bien que el diseño de las plataformas crean los incentivos para actuar de tal o cual manera. En las redes sociales, la popularidad de muchos personajes suele crecer como la espuma (cosa que no habría ocurrido en los medios tradicionales). Si Ruzzarín ganó popularidad, entonces ello puede reforzar su autoconcepto de filósofo inteligente (atributo que, a la vez, busca resaltar), pero la popularidad en redes no necesariamente tiene que estar directamente correlacionada con los atributos que algunas personas suelen darse sino con otros factores. Es posible que Ruzzarín no sea el gran filósofo que cree que es y ello lo termine hacer caer en un mar de contradicciones: a partir de ahí viene el desencanto. El influencer ya no solo tiene muchos seguidores sino haters que cuestionan los atributos que el influencer mismo se otorga. El influencer, en muchos casos, se siente acorralado y amenazado. Algo tiene que hacer para no perder su reputación. Algunos logran (a veces con éxito) crear una narrativa polarizadora de nosotros contra ellos (como ha intentado hacer el propio Carlos Muñoz); otros se desesperan y terminan cometiendo muchos errores. Algunos que eran capaces de crear contenidos decentes terminan haciendo cualquier cosa para ganar seguidores o reducir las críticas.
Algunos otros influencers se esfuerzan porque estas dinámicas no les afecten, tratan de apaciguar a su ego y se enfocan en crear contenidos de calidad. Aún así, pueden verse completamente afectados por las plataformas mismas como ocurrió con Martí del canal C de Ciencia quien decidió terminar su cuenta después de verse afectado psicológicamente por el comportamiento del propio algoritmo de YouTube que le hacía perder progresivamente sus ganancias. Lo cierto es que la calidad de los contenidos en YouTube se han visto afectados por los incentivos creados por la estructura de la plataforma que ha derivado en una perversa carrera por el número de likes y la necesidad hasta de patrocinar los propios contenidos para obtener recursos que la misma plataforma ya no les da.
La plataforma de Twitter es menos compleja, y si bien no puede monetizarse, sí sirve para construir narrativas sobre los propios perfiles que pueden trasladar a otras redes que sí son monetizables como YouTube. Ahí en Twitter, en una lucha de egos, los influencers se retan a «debates» que son más bien una suerte de talk-shows que consiste en ver quién destroza la reputación de quién, casi como una contienda máscara contra cabellera. No trata de debates formales y, muchas veces, ni siquiera de debates centrados en el mero contenido, sino un debate donde los egos se ponen a prueba para que después los contendientes presuman en sus redes que «destruyeron» a su adversario. Igual que al finalizar los debates políticos, los influencers buscan crear (a veces de forma forzada) la narrativa de que ellos ganaron el debate y fueron los vencedores. Twitter suele ser el lugar donde los influencers se retan, pero suelen subir sus videos a YouTube o a Facebook, además de crear clips propagandísticos de su mera persona en estas mismas plataformas y hasta en TikTok. Su postura ideológica incluso queda en segundo plano frente al ego: la idea es poder tener ese contenido audiovisual donde se demuestre que humilló al otro y (su ego) salió vencedor.
Evidentemente, toda esta dinámica beneficia las arcas de las propias redes sociales que se excusan en querer mostrar a los usuarios los contenidos que quieren ver. En realidad, los influencers terminan haciendo cualquier cosa para ganar dinero (o no dejar de ganarlo): a veces tardan más tiempo en aprender los trucos y mecanismos para rentabilizar sus canales que en la ardua labor de investigación para traer contenidos valiosos porque hay algo en el discurso de las redes sociales sobre los contenidos que no termine de cuadrar del todo y posiblemente se explique por el mero hecho de que las empresas tecnológicas buscan ganar dinero y no hacer servicio a la comunidad. Es posible que los incentivos económicos no estén del todo alineados con la creación de contenidos de valor. Por ello las empresas tecnológica solo hacen frente a los efectos colaterales cuando en la opinión pública se empieza a hacer ardua crítica a las propias redes sociales.