La muerte es un episodio natural e inevitable. Algún día vamos a morir y, salvo que tengamos una enfermedad terminal y el doctor haya hecho un buen pronóstico de nuestra muerte, no sabremos con certeza cuándo es que eso va a ocurrir.
Todas las personas que han muerto de Covid iban a morir, dirán algunos, pero no es lo mismo morir intempestivamente que por causas naturales. Mucha gente muere porque ya está muy grande y, de alguna forma, sus seres queridos ya se van preparando psicológicamente para dicho evento. Cuando se nos muere el abuelo lo lamentamos, pero también nos consolamos de que ya “está descansando”. Es, a la vez, un alivio (no tanto para nosotros mismos, sino para el fallecido, nos decimos): ya vivió, se autorrealizó y ahora le toca partir.
El cuerpo suele dar avisos de que eso está próximo a ocurrir, este se va deteriorando y los familiares van asimilando el hecho. Así me ocurrió con los tres abuelos que ya perdí (a uno me tocó verlo fallecer). Con los tres comprendí que había llegado la hora, era el fin de una trayectoria.
Con los muertos de Covid no es lo mismo, aunque muchos de los fallecidos sean relativamente grandes. Por lo general, la víctima de Covid solía estar bien solo dos semanas atrás: cotorreamos con él, nos echamos una chela o nos carcajeamos. De pronto, ya no está.
No es el fin de una trayectoria como ocurre con las muertes naturales, sino que es, a nuestra consideración, su drástico aniquilamiento. No es una transición natural, es un “bicho” que se le metió y lo aniquiló. El fallecido todavía tenía algo por vivir, aunque fuera convivir con sus nietos en sus últimos años, y ese tipo de fallecimientos son los que duelen más.
Cuando hablamos de personas de 50 o 60 años, el dolor es mayor. Cuando es el padre, la madre, el mejor amigo. Cuando pensamos que a los cercanos no les iba a pasar, como si tuviéramos un privilegio especial. Pero estamos sujetos a las mismas leyes físicas y biológica que todos nuestros pares.
En estos meses la configuración de muchas familias cambió, una silla quedó vacía. A otros les fue peor, perdieron varios seres queridos y quedaron en tan soledad que tal vez hasta se pregunten por qué el bicho no se los llevó a ellos también. Y los que hemos tenido el privilegio de no perder a ningún ser cercano, vemos cómo el bicho comienza a merodear: como esos ojos brillantes del lobo que se ven a lo lejos en el bosque. De pronto, de los pocos menos de mil contactos que uno tiene en Facebook, dos ya fallecieron. Nos enteramos de que una persona no muy lejana que sí se cuidó y casi no salió se contagió y fue vencido por el bicho. No, no estamos completamente seguros, no sabemos con certeza si, al terminar la pandemia, vamos a tener a todo nuestro círculo de familiares y amistades intacto. Es más, ni siquiera tenemos la total certeza de que nosotros seguiremos aquí, con todo y que las estadísticas duras dicen que los no tan grandes no somos tan vulnerables.
Eso es lo que distingue a lo natural de la tragedia: el sentimiento de aniquilamiento, de que nos arrebataron algo. Y el dolor es más punzante cuando se le agrega la incompetencia y displicencia de las autoridades, o la indiferencia de parte de la sociedad hacia los demás cuando no les importa ponerlos en riesgo.
Y es socialmente trágico si se cuentan por centenas de miles, aunque tratemos de blindarnos frente a ese sentimiento de desolación y relativicemos los muertos encapsulándolos en mera estadística para así proteger nuestra psique. Pero los humanos tenemos un problema muy serio con la estadística, porque aquél que se cuidó, sólo se dio una escapadita, un pequeño permiso, y bastó con eso para contagiar a sus familiares para después verlos fallecer, se sentirá consumido por el remordimiento; mientras que el indiferente, el irresponsable que tuvo mucha suerte (la suya y la de sus cercanos) seguirá como si no hubiera pasado nada.
Algunos otros consumirán el dióxido de cloro o buscarán otros remedios cuya eficiencia es muy cuestionable para sentirse protegidos y tener algo cercano a cierta sensación de inseguridad, pero la verdad es que todos somos, de alguna forma, vulnerables, y mientras no nos toque la vacuna o no salga un medicamento, tendremos que conformarnos con las medidas «de cajón» que sirven tan sólo para reducir el riesgo: cubrebocas, lavarse las manos, gel antibacterial, sana distancia, buena alimentación y ejercicio.
Mientras haya pandemia habrá incertidumbre, habrá cierta dosis de «angustia» sin posibilidad de saltar. En realidad, siempre existe la incertidumbre de saber cuándo vamos a morir. Lo que pasa es que ahora somos conscientes de ella: somos conscientes de que podemos perder un ser querido cercano, a alguien que queremos mucho, y lidiar con eso evidentemente no es la cosa más fácil.
Y tal vez la forma más correcta de lidiar con ella sea tomar el camino «kierkegaardiano»: aceptar la angustia que provoca la incertidumbre para que a través de ella reconozcamos nuestra existencia y, en la medida de lo posible, busquemos tomar las mejores decisiones: aquellas que reduzcan la posibilidad de contagio, no aquellas que nos hagan sentir más seguros, porque no es necesariamente lo mismo (el caso del dióxido de cloro y demás placebos es muy ilustrativo) y francamente, de momento, no se puede.