Ya han pasado varios meses desde que la pandemia comenzó. Algunos llegamos a pensar, ilusamente, que para estas fechas podría estar relativamente controlada, lo cual está muy lejos de ser cierto. La realidad es que parece que tendremos que esperar a la vacuna.
Mientras tanto, son centenas de personas que mueren diariamente en el país por el Covid. Más de ochenta mil del poco más de un millón de personas que han muerto en el mundo son de México.
Y esto nos puso en un dilema: si nos quedamos en casa la economía se deprime y la salud mental de muchas personas se puede venir abajo, pero si todos salimos entonces serán más las personas que mueran y posiblemente los servicios de salud se saturen provocando la muerte de aún más personas.
Pero este dilema no debería ser tan difícil de solucionar, habría que buscar un punto de equilibrio donde la gente salga de sus casas usando cubrebocas, respetando las medidas de sana distancia y evitando grandes aglomeraciones y tumultos. No es lo mismo que la vida normal, pero al menos así el impacto económico es mucho menor: la gente sale a trabajar, los jóvenes se divierten (con las evidentes limitaciones) y la situación se vuelve más llevadera. Con un escenario así, de menos podríamos ver menos contagiados y, por tanto, menos muertes.
Esto es por lo que, en teoría, se ha apostado: un punto de equilibrio donde la vida sea lo más parecida posible a la otrora normalidad y con el número de contagios menos posibles.
Pero aún así vemos a gente saliendo a las calles sin utilizar cubrebocas, bodas tumultuosas, reuniones grandes donde la gente incluso se burla del virus pensando que no les va a pasar nada, empresas que no toman medidas dentro de sus instalaciones. Las consecuencias se vuelven evidentes a los pocos días.
Y aclaro, en esta crítica, que me refiero a las medidas que la gente está en su capacidad de hacer. Se comprende, por ejemplo, que mucha gente tenga que tomar el camión para trabajar o incluso tomar algunos riesgos porque si no, no come.
Dentro de este contexto me he encontrado a mucha gente quejarse de las personas que critican a los que no obedecen las medidas e incluso sugieren que lo hacen desde una superioridad moral, como si se sintieran más que los demás. Dicen que son libres de hacer lo que sea e incluso aducen a argumentos supuestamente anticolectivistas para esperar que los demás respeten eso que consideran su libertad.
Pero a esas personas se les olvida que viven en sociedad y se benefician de ella. Por más «libertarios» que pretendan ser, simplemente no podrían sobrevivir, ya no digamos tener la calidad de vida que ahora ostentan, si no estuvieran insertos en una sociedad armónica. Decir, «soy libre, no voy a usar cubrebocas porque nadie puede imponérmelo» es básicamente atentar con esa armonía social que, al mismo tiempo, les permite ejercer su libertad.
Una sociedad libre no es una sociedad prehobbesiana: anárquica y sin reglas (la cual no podría ser llamada sociedad siquiera), las sociedades libres tienen reglas y normas para que los individuos puedan ejercer su libertad. Algunas de esas normas son institucionales mientras que otras son sociales y son sancionadas informalmente por la sociedad misma.
Y bueno, lo normal es que si vivimos en una sociedad existan numerosas normas informales para evitar conductas que afecten a la sociedad en su conjunto. En este sentido, entonces debería ser normal que se reproche a la gente que no toma medidas porque ese reproche es racional:
Es racional porque el perjuicio social de no obedecer las medidas es mayor que el beneficio individual de no seguirlas. Peor tantito, el perjuicio individual puede llegar a ser peor que el beneficio individual. Y decimos que el reproche es racional, al igual que es racional reprochar a aquella persona o empresa que contamina el agua para reducir gastos o a aquella persona que no obedece las leyes de tránsito poniendo en riesgo la integridad de automovilistas y peatones.
Reprochar la conducta de los demás no es una conducta «antiliberal» como algunos argumentan. Por el contrario, el reproche se sirve de la libertad de expresión individual para sancionar socialmente a alguien más. El sujeto puede seguir actuando como quiera (a menos que haya normas institucionales al respecto) pero evidentemente el costo de hacerlo (impuesto por los demás en el ejercicio de su libertad) será más alto y más de una persona evitará caer en esas conductas para no ser reprochado por los demás.
Hablar de superioridad moral es apelar al lugar común para restar importancia a la motivación del reproche. La verdad es que, en medio de la pandemia, con los sacrificios que mucha gente hace para evitar que más gente sufra y muera, lo menos que uno siente es coraje y la verdad es que la gente tiene derecho a externalizar dicho coraje.
Y la gente no tendría por qué dejar de reprochar, incluso dejar de hacerlo sería irracional, porque más vale una persona más que esté molesta algún ratito por recibir reclamos que una más que falleció por el Covid.