A veces me frustra mucho cuando se habla de desigualdad, no porque sea un tema relevante o no, sino porque muchas veces se pretende explicar la desigualdad como una causa final y no como un efecto de un problema estructural que es lo que en realidad es.
Siempre que se habla sobre cómo combatir la desigualdad, vienen a la cabeza propuestas como: «cobremos más impuestos» o «darle dinero a los pobres (por medio de políticas asistencialistas en muchos casos)». El problema es que esas propuestas son cuando menos deficientes en un contexto como el mexicano porque fungen, en muchos casos, como paliativos.
No estoy sugiriendo desde luego, eliminar todos los programas ni mucho menos desmantelar el Estado de bienestar, pero sí replantear el enfoque y atacar el problema por sus causas.
Luego, los hacedores de esas políticas se congratulan porque el coeficiente de GINI bajó dos puntitos (y si bien les va) cuando más bien se trata de una medida artificial y no estructural que no hace mucho para emancipar a los pobres de su condición. El Estado de derecho sólido es indispensable si queremos pensar en mejorar el sistema de seguridad social y la educación, que son indispensables para que los pobres tengan un piso mínimo y, por tanto, mayor movilidad social.
Pero se habla menos de las reglas del juego subyacentes a todo esto. ¿Qué pasa si tenemos un Estado débil donde la justicia es para quien la pueda comprar? ¿Qué pasa si tenemos un Estado donde el gobierno no es llamado a rendir cuentas, donde quienes están en el poder político se enriquecen y quienes son parte de la iniciativa privada adquieren fortuna y poder al amparo del poder político?
Pues entonces las políticas propuestas no van a servir de mucho porque no tiene sentido «nivelar» una sociedad que está completamente desnivelada en sus principios más básicos.
Por eso a veces quienes proponen sociedades más igualitarias en América Latina tienden a saltarse esta parte y en vez de desembocar en países como Finlandia (amén del crecimiento económico que se requiere para llegar allá) terminan cayendo en manos de gobiernos demagogos cuya élite termina viviendo casi como si fueran jeques, donde la retórica sustituye a la voluntad de crear un Estado de derecho más justo. Cuando hablan de «neoliberalismo» en países como México en automático están casi ignorando el tema de la seguridad jurídica al confundir el libre mercado con el capitalismo de compadres (crony capitalism) que es producto de la inequidad ante la ley: el empresario rentista tiene privilegios ante la ley que puede comprar y se vuelve más rico gracias a ello y no a la competencia.
Tener un Estado de derecho sólido donde la justicia sea equitativa y funcione para todos antecede de forma categórica a todo lo demás: un Estado donde el rico sabe que no va a tener privilegios para abusar del poder, y donde un pobre sepa que levantar una denuncia no será en vano.
De poco sirve subir impuestos por subirlos o crear programas sociales asistenciales si en la práctica la justicia es para quien la pueda comprar, lo cual termina naturalmente reforzando los privilegios de una élite, no competitiva, sino una nociva y arcaica.
Ya después se podrá discutir si es necesario subir impuestos (lo cual incluso será más fácil si la gente percibe que sus impuestos sirven para algo, lo cual ocurre en países con un Estado de derecho más justo e instituciones eficientes), pero mientras sigamos tolerando un sistema inequitativo e injusto, lo demás seguirá siéndolo (porque una sociedad artificialmente más equitativa sigue siendo, en el fondo, una más inequitativa dado que no hay un real empoderamiento de los que menos tienen).