En muchas ocasiones se contrapone al liberalismo con el colectivismo y por ello muchos liberales ven lo colectivo como algo indeseable. Pero el liberalismo en realidad tiene un componente colectivista (referido en el sentido filosófico y político y no en la definición más bien económica referida a la propiedad social de los medios de producción).
Por un lado tenemos la idea del individualismo, la idea de que el ser humano es libre de actuar o de creer en lo que deseé. En contraparte tenemos la idea del colectivo, del bien común, que busca el bien de la sociedad como un todo.
Los regímenes antiliberales (socialistas, confesionales, autocráticos) creen que hay que restringir en cierta medida el individualismo para poder satisfacer lo colectivo: el bien común.
El liberalismo no niega lo colectivo, más bien que cree que ambos ámbitos (el individualismo y el bien común pueden coexistir). Esta coexistencia queda bien plasmada en la famosa «mano invisible» de Adam Smith que dice que el interés propio de los individuos derivará en mayor bienestar para el colectivo. Es esa mano invisible la que lograría, en la teoría, conciliar lo individualista con lo colectivista.
Es, paradójicamente, el aspecto colectivista el que legitima al liberalismo. El liberalismo no dice nunca que «cada quien vea por su lado sin importar si la sociedad se sume en el caos». Por el contrario, da justificación a lo primero (individualismo) argumentando que logra satisfacer lo segundo (el bien común).
Entonces, la diferencia entre las doctrinas liberales y las antiliberales es esa. Los liberales intentan entrometerse lo menos posible en las libertades del individuo (que no es que lo dejen de hacer por completo, ello sería utópico) mientras que los antiliberales restringen al individuo porque asumen que el individuo como tal es caótico y que los intereses propios siempre van en contra del bien común. Pero la idea de lo colectivo, el bien común, persiste tanto en el liberalismo como en el antiliberalismo.